
Detrás de su nombre doblemente exótico se escondía un escritor profundamente cubano, todavía más, una rareza: un escritor habanero que escribe una prosa exquisita y al mismo tiempo legible. Calvert era el escritor ideal para una época ideal mientras duraron ambos.
Aquel adolescente siempre siguió siendo tímido, tartamudo, muy sensible, un poco triste, amable, educado y otras cosas más. Su nombre y apellidos resultaban muy extraños, llamarse Calvert Casey era una cosa desusada, casi un reto. Y todavía más que esa persona tuviera un aire intelectual y ausente. Supongo que yo estaba tan prejuiciado en su contra como los demás. Para la mayoría era un tipo raro, sorprendente. Y eso ha sido siempre así en Cuba —y quizás en el mundo— difícil de aceptar. Calvert soportaba nuestros comentarios con indulgencia y nunca lo vi contestar de mala forma las preguntas tontas y los comentarios solapados que casi siempre le dirigíamos. Por lo demás, nunca hizo mucho por ganarse la amistad y la simpatía de sus compañeros. Parece que siempre aspiró a ser aceptado sin condiciones. Y este es un reto que se puede convertir, para algunos, en un desafío amenazador. Pero el duelo irregular nunca se produjo, pues a pesar de todo Calvert tenía sus armas secretas para ganarse amigos, aunque muy lentamente. La confianza criolla se encargó de borrar las diferencias.
El nombre Calvert se lo convertimos en Calvito, y aunque era una forma de choteo cubano, también lo fue de afecto y cercanía.
La sorpresa grande fue cuando publicó un libro de relatos titulado Los paseantes, con el seudónimo bastante pomposo de José de América. Yo no recuerdo casi nada de este libro que compré o él me regaló en algún momento. Pero recuerdo con bastante nitidez la sorpresa y los comentados que provocó. Iban desde burlas descamadas, a la justa sorpresa de que uno de nosotros fuera capaz no solo de escribir un libro sino de publicarlo. De todos modos creo que Calvert ganó algunos puntos en nuestra estimación.
Diez años después comentábamos Carlvert y yo en Nueva York lo que representó el libro para él. Decía que entonces quiso mucho ese libro —sonriendo con indulgencia— pues significó algo más que eso, no fue simplemente un libro, fue una forma de autodefinición, de osadía, de enfrentamiento y a la vez una búsqueda de reconocimiento. Después pasó una etapa en que lo ocultaba avergonzado. No le hablaba a nadie de él. No quería que se mencionara. Y después lentamente fue ocupando el lugar que merecía. Creía que había vuelto a quererlo, de una manera distinta, por supuesto.
Nos reencontramos años después en Montreal, Canadá; donde ya empezaba su larga carrera de traductor e intérprete. Había aprendido inglés desde su adolescencia y después francés. Se desenvolvía bien en esos idiomas y nunca le faltaron posibilidades de trabajo “en ese duro oficio que me disgusta”, como le gustaba decir. A pesar de todo, prefirió durante esos años traducir a escribir. En algún momento pensó que no tenía nada importante que decir y se refugió en las traducciones. “Tengo que acumular vivencias. Me he pasado muchos años imaginando la vida”, decía entonces. Nos hablaba de distintas gentes con admiración y curiosidad. Parecía que estuviera descubriendo el valor de la experiencia directa con seres humanos muy variados. Tambièn hablaba de los primeros amores. Hablar de amores en esa época era encubrirlos con frases inmateriales y asexuadas, sublimadas por su imaginación de siempre. Yo le comentaba a Olga, mi mujer —que era familiar suyo—, que parecía que no estuviera hablando de seres vivos de carne y hueso. Años después supimos por qué había adoptado ese tono glorificado.
Después fue a Europa. Sé que estuvo en Francia y en Suiza. Tal vez en Italia, a donde volvió al final de su vida.
Una vez escribió Manuel Azaña —el político y escritor español— que “postergar el amor es un crimen contra la vida”. Calvert Casey se reprochaba en Nueva York, donde nos encontramos años después (debe haber sido en 1950), que hasta que fue a Europa no conoció el verdadero amor. No era tarde, tenía un poco más de veinticinco años, pero durante la primera parte de su vida fue un hecho oculto, vergonzoso, inmoral, al que había que negarle autenticidad y trascendencia. Parecen grandes palabras acumuladas en tan corto espacio para juzgar una conducta. Pero así fue como el propio Calvert nos las expresó en una carta que nos envió a mi mujer y a mí, y que siento no tener ahora, pues hubiera sido un interesante documento. En esa carta nos decía todas esas cosas y justificaba así su ausencia durante meses de nuestra casa por una sola razón: nos había estado ocultando durante mucho tiempo su condición de homosexual.
En verdad, nosotros lo sabíamos desde hacía bastante tiempo sin que nadie nos lo hubiera dicho. Y no porque él tuviera una conducta escandalosa ni hiciera ostentación de su condición sexual. Nunca actuó así, ni antes ni después. Pero ya sabemos todos lo difícil que es hacer una confesión de ese tipo en una sociedad que condena, y sigue condenando, cualquier práctica pederasta. Entonces era peor que ahora. Para disipar cualquier duda o malentendido, le escribí una carta en la que le decía que apreciábamos mucho su sinceridad, le recordaba lo que él sabia, que siempre lo habíamos respetado y apreciado mucho como amigo, y en síntesis que nada había cambiado. Y sin protocolo, cuando él regresó, lo invitamos a comer un arroz con pollo con vino chileno que era uno de sus platos favoritos.
Entre tartamudeos y risas nos habló con franqueza de lo que no debió de haber sido nunca un secreto. Creo que nuestra amistad se fortaleció más a partir de entonces.
Pienso que desde el punto de vista literario la estancia de Calvert en Nueva York fue muy fructífera. Recuerdo un cuento que publicó en inglés en The New Mexico Quaterly y a partir de 1956 comenzó a publicar en la revista cubana Ciclón. Después del triunfo revolucionario colaboró en Lunes de Revolución y en la revista Casa de las Américas, en La Gaceta de Cuba, en la revista Bohemia, en la Revista de la Comisión Cubana de la UNESCO y también en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica de México. Hay un aspecto poco divulgado de su trabajo como periodista. Calvert fue un buen crítico de teatro. En broma me decía que hubiera sido actor si no lo dominara la tartamudez.
Fue a partir de su regreso a Cuba que Calvert escribe la mayor parte y la mejor de su obra narrativa. Su libro de cuentos El regreso lo sitúa en la década del sesenta como uno de los tres mejores de esa generación que irrumpe unos años antes, pero que cobra coherencia y profundidad a partir del triunfo revolucionario de 1959. La prosa de Calvert —de una marcada influencia de los narradores norteamericanos— trae a nuestra narrativa un nuevo y propio perfil. Sus escritores norteamericanos preferidos eran Sherwood Anderson, Theodor Dreiser, Walt Whitman y Edgar Allan Poe. Por propia confesión y por evidencia literaria, fueron estos los escritores que dejaron una huella más profunda, sobre todo evidente en sus primeros cuentos. Y también los franceses Jean Paul Sartre y Albert Camus. Recuerdo cuando me regaló un ejemplar de El extranjero de Camus y me dijo que lo leyera con cuidado. Él lo consideraba un libro ejemplar. Y su casi devoción por el norteamericano Henry Miller al que le escribió un ensayo: Miller o la libertad, y al inglés D. H. Lawrence sobre el que escribió Notas sobre pornografía. Y he dejado para último, porque creo que fue una pasión constante en toda la vida de Calvert, su obsesión por José Martí. Comienza su ensayo Diálogo de vida y muerte así: “A la gran obsesión con la vida en Martí, responde otra obsesión igual, o más poderosa aún, la de la muerte. La suya es la muerte del héroe romántico en su más puro aspecto.” Para un innegable romántico como Calvert Casey esta empatía nunca fue superficial ni pasajera. Calvert tuvo, como Martí, dos obsesiones: la de la vida y por encima de esta la de la muerte. Así lo confiesa en su ensayo Diálogos de vida y muerte que es uno de sus más logrados trabajos ensayísticos.
En 1966 Calvert se vio forzado a salir de Cuba porque su condición de homosexual le molestaba a algunas personas. No fue ninguna exageración. Los que fuimos sus amigos sabemos que ciertas cosas difíciles de aceptar para una persona que se respete, como él siempre lo hizo, lo obligaron a tomar esa decisión que fue dolorosa, triste y que agudizó su tradicional angustia de siempre. Fue a Suiza de nuevo y finalmente encontró trabajo en Roma como traductor donde fijó su residencia. Materialmente vivía bien, pero tengo cartas suyas que reflejan su pésimo estado de ánimo, el desarraigo, la soledad que sentía. Aunque publicó en Barcelona su novela Notas de un simulador y tuvo una intensa relación amorosa, quizás demasiado intensa para aquel momento, había perdido la razón vital para vivir. Quizás Martha, mi mujer, y yo fuimos los últimos amigos cubanos que visitamos su casa antes de que se suicidara. Calvert era una persona extraordinaria, muy sensible, demasiado sensible para soportar la carga del exilio; demasiado frágil para ser sometido a pruebas tan difíciles y penosas. Esa cualidad fue la que lo llevó a la tumba.
Calvert Casey se suicidó en Roma el 16 de mayo de 1969 con una sobredosis de somniferos.
Piazza Morgana
Ya he entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado la orina, el excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonidos más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos. ¿Qué otra cosa podría desear un hombre? De una vez para siempre «emparadizado en ti». «Envejecemos juntos, dijiste», y así sucederá.
Mi suerte será envidiada por generaciones de amantes de todo el tiempo venidero, hasta el final de los Tiempos.
Se me ocurrió mientras te estabas afeitando un día, en una tregua de nuestros momentos de odio mutuo. La hoja te hizo un pequeño pero profundo corte en la barbilla. Mientras presionaba la herida para limpiarla, y tu sangre manaba de las venas cortadas, sentí un tremendo impulso de probarla.
A partir de ese instante, mi mente se deslizó por una pendiente irresistible, fuera ya de control. Esa noche y muchas noches más, mientras tú respirabas plácidamente en tu sueño, a mi lado, pensé en los rojizos y descarnados tejidos del estómago, cruzados y entrecruzados por venas, segregando sin cesar sus jugos a la menor provocación. Me vi a mí mismo tocando con temor los duros y rojizos tendones, el blanco interior de la espina dorsal, tu cerebro, tierno y palpitante, los musculados y carnosos tejidos de tu corazón, el revestimiento externo de tus huesos, tan rosado y sedoso, donde los vasos sanguíneos se entrelazan, haciendo surgir incesantemente nuevas células que reemplazan a las ya muertas. Vi los accesos de tu boca, la oscura incrustación de la lengua, y más allá, los frágiles cartílagos y cuerdas vocales de donde tu voz brota. Me preguntaba cómo sabría y olería todo ello, qué se sentiría al morder los tendones: lamer los huesos, mascar la tierna y delicada carne, desollar el escroto, vaciar la vejiga, hacer una incisión en el pene; tras haber desalojado previamente los pulmones, dejar que mi mejilla repose eternamente junto al tejido sanguinolento y descarnado de la caja toráxica; desplegar los largos y macizos músculos de las nalgas y muslos, alimentarme de ellos, llegar a probar todas tus glándulas, estar durante semanas a dieta del fluido genital; cada vez más ansioso, más anhelante, alimentarme, alimentarme, alimentarme lentamente de los tímpanos, los ojos, la lengua, roer la abertura rectal, utilizar tu pelo y todo el vello de tu cuerpo como seda dental, morder hasta el fondo de tus axilas, recobrar en los ganglios las energías perdidas, empezar a comer lentamente desde la punta de los dedos hacia arriba, hasta que los brazos desaparezcan, destapar la rótula y beber con paciencia y cuidado (no sea que se pierda una gota) los ricos lubricantes contenidos en sus junturas, desencajar el muslo, rajar el hueso y alimentarme de su médula toda una temporada deliciosa, engullir los ojos como se engulle un huevo, mirar las cuencas vacías noches y más noches, desquiciar los tobillos, alimentarme de los pies semanas y semanas, sacar fuerza de los ligamentos, lamer los tendones hasta que pierdan su color, arrancar las uñas de los pies y de las manos, mordisquearlas y sacarles el calcio una vez agotadas las reservas de los dientes. Pero, sobre todo, comer lentamente, deliberadamente y en un rapto fervoroso, desde el interior, allí donde el corazón late impasible, el sabroso tejido, rojo vivo, bajo los pezones ya hace tiempo digeridos.
Pero entonces cambié de opinión. Como ya dije antes, generaciones de amantes de todos los siglos venideros se morirán de envidia. Nos pudriremos juntos. Mientras escribo, viajando a placer, con indescriptible regocijo, por tu corriente sanguínea, después de un prolongado verano en los mastoides, siempre dispuesto a renunciar a los vasos linfáticos por las parótidas, sé que voy a estar contigo, viajar contigo, dormir contigo, soñar contigo, orinar y defecar contigo, pensar, llorar, alcanzar la senilidad, calentarme, enfriarme y calentarme otra vez, sentir, mirar, hacerme una paja, besar, matar, mimar, tirarme pedos, perder el color, sonrojarme, convertirme en cenizas, mentir, humillar a otros y a mí mismo, quedar desnudo, acuchillar, agostar, aguardar, aquejar, reír, robar, palpitar, trepidar, eyacular, entretenerme, escabullirme, rogar, caer, engañarte con otro, engañarte con dos, comerte con los ojos, comisquear, atizarte, chupar, alardear, sangrar, soplar contigo y a través de ti.
Mi proeza es tan completamente nueva y sin paralelos que aún no ha sido igualada. No tiene precedentes en la historia y quedará en los anales de la humanidad, para que no se olvide, hasta que toda huella de la existencia humana haya sido borrada de la tierra. Mi libertad de elección y residencia no tiene límites. He conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano, conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera, visado carta d'identità, nada de nada! Puedo establecerme a gusto mío en el pezón derecho, donde el remate de las venas y los nervios florece en una punta rosada, tierna y delicada. Allí puedo esperar indefinidamente. No tengo ninguna prisa especial. El tiempo ha sido obliterado. Tú eres el Tiempo. Fue sólo el siglo pasado cuando me agarré como un loco a las viscosas paredes de tu vejiga para evitar el ser arrastrado fuera. Así que puedo esperar, con máquina de escribir y todo, arrullarme hasta conciliar el sueño, bajo ese velloso y maravillosamente suave montículo de tu pecho, y esperar a que algún idiota me despierte y me haga cosquillas. Puedo escalar tu lengua y lamer y apretujarme en otra boca, alcanzando todas delicias que el cielo reserva. Y es entonces cuando me lanzo de cabeza por la espina dorsal, despidiendo un escalofrío tras otro de placer divino, hasta que tus pulsaciones laten de forma tan salvaje que me dejo arrastrar por el torrente y viajo a la velocidad de la luz dentro del espeso y vivificante fluido de tu sangre.
Pero sin prisa, sin prisa. A lo largo de días, semanas, meses, puedo alojarme en tu retina, emprender viajes de placer por la pupila con objeto de echar una ojeada al mundo exterior, mientras organizo metódicamente la más compleja e infinitamente más exigente excursión a tu cerebro. Qué placeres entonces, y qué gozo a medida que penetro en el laberinto gris, en el palpitante dédalo, aprovechando la ocasión para lamer los blancos tabiques membranosos, cuyo sabor difícilmente puede igualarse. La mayor Bolsa del mundo en el día del Crack, la estación ferroviaria más grande del mundo jamás podrían aproximarse a lo que está pasando dentro de tu cabeza.
¡Los deleites de la medulla oblongata! ¡Las ramificaciones infinitas de los arborum vitae! ¡Las ásperas caricias de la duramadre!
¿Cómo voy a empezar? ¡Cómo voy a empezar! ¿Cómo puedo entrar en ese aparente caos, en esa anarquía soberanamente ordenada, sin ser mortalmente aplastado (todo a su tiempo) por los millones de destructivos temblores, más veloces que el rayo y mucho más mortíferos? ¡Cómo voy a empezar! ¡Con amor! ¿Cómo, si no? ¡Con amor! Que el amor guíe mi exploración, mi viaje fabuloso, el viaje que ningún hombre ha emprendido hasta ahora; que él sea el hachón y la brújula que me ayuden a orientarme a través del espantoso laberinto rebosante de vibraciones, brincando y rebotando sin parar a una frecuencia fantástica.
Con muda reverencia inicio un viaje que a veces me va a llevar muy cerca de la superficie, a veces al corazón de una inmensidad perfectamente organizada. Consumiendo días, semanas, meses incluso, me meto en las profundidades; el periostio, la tabla externa, el diploe, la tabla interna, las suturas, la calvaria (próxima a la duramadre, en busca de calor y compasión). Pero una vez más: sin prisa, sin prisa. A su debido tiempo (¿qué importa el tiempo?) llegaré a la hoz del cerebro, a la encantadora blandura de la meninge, me doblaré por el nervio óptico, me estrujaré en el infundíbulo (¡el infundíbulo, oh Paradiso!), iré tanteando como un ciego la substancia negra, utilizando los dos brazos como antenas, como un murciélago, cruzaré a galope el puente de Verolio, como un niño feliz y juguetón, y, después de una larga zambullida en el acueducto de Silvio, iré a caer exhausto en la silla turca, faltándome ya el aire. Dormir, dormir es lo único que quiero después de esta primera etapa fatigosa de mi viaje. ¡El tálamo, el tálamo! ¿Dónde está el tálamo después de los horrores del claustro, y la luz lunar del globus pallidus? Tremendas reverberaciones me suben por todo el cuerpo, cargadas de electricidad. Dormir, dormir... ¿Quién es capaz de dormir cuando el patético está tan cercano, y he de tomar un largo desvío tal de no eliminar para siempre tus fuentes de compasión?
Si la emoción me vence, siempre puedo encontrar refugio en el silencio de la substancia gris. Pero no por mucho tiempo, no por mucho tiempo. ¿Quién desea silencio ahora que he llegado a lo más hondo de tu cerebro? Que las rugientes ondas que vienen de los tímpanos me ensordezcan para toda la vida. ¡Qué más da! ¿Acaso no he dicho que he venido a quedarme? Siempre estará el nervio olfatorio para guarecerse cuando falle todo lo demás. ¡Qué riqueza de olores para triscar eternamente! Y siempre están los senos para una completa protección. Alguien está martilleando en la porción petrosa. Que martillee. Hay sitio para todos. Y si se pone desagradable, una buena patada en el culo y que se pierda en la insondable profundidad de las fosas. ¡Sería una tumba bulliciosa! Nadie ha llegado aquí; nadie ha ido tan lejos y sobrevivido a las ondas destructivas de las neuronas, que llegan de todos lados, a la presión tremenda, la terrible carga y descarga, el soberanamente armonioso, soberanamente enloquecedor tutti. Nada más salir sano y salvo volveré a entrar una y otra vez en el infierno gris, el cielo sofocado, para escuchar el mortífero rugido que nadie ha oído sin ser por ello asesinado.
Pero, como dije antes, es en tu corriente sanguínea donde logro el estado de dicha suprema reservado a los elegidos y a los justos. Me revuelco en su interior, retozo, trisco, me elevo a míticas alturas, alcanzo lo definitivo, me transformo, dejo de ser. Ya no soy yo mismo. Soy tu sangre: alimento tus pulsaciones, cruzo y vuelvo a cruzar el umbral de tu corazón, me deslizo arriba y abajo, me abalanzo del ventrículo al aurículo, hago tiempo en el atrio, paso de la vena a la arteria y regreso a la vena, hago el recorrido de los pulmones y emprendo de nuevo el camino de tu corazón. ¡Tu corazón! ¡Por fin soy yo tu corazón! No sólo el vello suave de tu pubis sino también tu corazón. Sono il tuo sangue! Quello que senti rimbalzarti dentro, questi brividi, questa strana gioia, questa paura, questa bramosia, sono io, sono io, galleggiante nelle tue arterie, e la carne che rammenta, dorenavanti rammeneiamo insieme per l’eternità, amore, amore, pauroso amore mio! No has de tener miedo, nunca volveremos a sentir la soledad, la terrible, vergonzosa soledad de la carne. La soledad se ha ido para siempre, desechada, expulsada, suprimida, quemada, enterrada. ¿Me estás oyendo? ¿Me oyes surcar tu sangre a toda velocidad cantando y gritando a pleno pulmón, entonando extrañas canciones de gozo, sollozando, gimoteando, gimiendo en un frenesí de felicidad que ningún ser humano ha conocido antes? Sono io, sono io! Moriré contigo me convertiré en sustancia inanimada, recorreré toda la gama de la existencia pre-orgánica y post-orgánica, y renaceré una y otra vez, un millón de veces, ad infinitum, contigo.
Cuando estoy de un talante menos intelectual, más emprendedor, me adentro en largos safaris por tu flora intestinal.
La vena porta abre sus puertas de par en par y yo me cuelo en la copiosa oscuridad. Podría tomar un atajo por el mesentérico, pero prefiero el camino menos recto, que me hace estremecer de expectación.
Después de un largo descenso me encuentro en el más profundo misterio. Ni las cuencas amazónicas ni las vertientes nigerianas podrían nunca igualar su caudal. Para hallar semejante uno tendría que retroceder a los días en que las fuentes del Nilo eran desconocidas, o incluso antes, mucho antes, cuando el gran río empezó a fluir, al principio sólo una estrecha corriente, que serpenteaba por el fondo de una espantosa hendidura, y que después crecía, algunos millones de años después, hasta convertirse en un tranquilo arroyo de mediano tamaño, eternidades antes de que el hombre llegara con los ojos vidriosos.
A medida que voy penetrando en las profundidades de la jungla, me siento incesantemente atraído, ceñido y rechazado por las miríadas de formas, los seres tentaculares del bosque inexplorado, las minúsculas y monstruosas flores, el interminable proceso de creación y destrucción, los mil círculos kárnicos que nadie habría sospechado encontrar aquí abajo, repitiéndose millones de veces a lo largo del largo descenso.
Podría seguir escribiendo sin parar sobre mi travesía de los pliegues semilunares, la luz opalescente donde las criaturas más extrañas, medio-animales, medio-vegetales, se abren y se cierran, se degeneran y regeneran, se abren las entrañas en suicidios masivos, sólo para intercambiar fragmentos y reunirse segundos más tarde. Esa parte de mi viaje dura años, de tan fuerte como es la fascinación del destello malsano, que adopta sutilmente matices diferentes bajo cada pliegue. Me dejo abrazar por los billones de criaturas que pululan en mi interior, apiñándose en el espeso jugo en el que yo nado silenciosamente. Elegí una al azar, tal vez la más atractiva, tal vez la más horrenda, y dejo que me sumerja y me trague como un corpúsculo devorado por una célula blanca. Qué quietud infinita, qué paz ahora... ¿Cómo es posible que nunca hubiese pensado en esto? ¡Esto sí que es felicidad! No hay otra palabra. En la profundidad del pliegue más recóndito la he encontrado. Esto cancela y borra años de búsqueda inútil. Soy feliz. ¡A1 fin!
Ni un sonido, ni una simple regurgitación se escapa del lugar remoto adonde he llegado. Es el silencio de los abismos oceánicos, siempre conjeturados, siempre inescrutables. Únicamente aquí puedo ser yo mismo. Apacible e interminablemente, giro entre los silenciosos tropeles que entran y salen por cada orificio de mi cuerpo. Millones de muertes y nacimientos se suceden sin un lamento, sin un estertor, sin nada.
En un cruce, después de resbalar a lo largo de meses en una agonía mortal por el casi impracticable sigmoide, el paisaje cambia abruptamente. Qué quietud de la Umbría entre estos árboles del tamaño de un mamut, repentinamente desproporcionados respecto a cualquier especie imaginable de cualquier reino. El interminable proceso de tragar y devolver se detiene y otro, mil veces más mortífero y más majestuoso, comienza. Me siento perdido en este bosque de gigantes que avanzan lentamente abrazando a traición, ignorándome completamente en su grandeza. Camino pegado a lo que tomo por un muro del bosque hundido, hasta que descubro que he despertado a otro gigante y tengo que salir disparado para salvar la piel. (Ahora podría tomarme un respiro antes de que fuese demasiado tarde, y hacer el largo viaje de descenso a la punta de tu polla con una breve escala dentro de los testículos, que podría llegar a convertirse en una prolongada estancia, primero en el derecho, después en el izquierdo, ya que siempre es grato un cambio de altitud. ¿Quién podría detenerme, excepto la muerte, y sería, en ese caso, nuestra muerte? Y si decidiera hibernar en el glande, dormir para siempre dentro del prepucio, reservar un espacio debajo de la túnica, podría hacerlo, pero tomo otra decisión). La muerte está aquí mismo, al igual que la vida, y es aquí donde me siento más próximo a ti. Podrían poner en pie de guerra ejércitos enteros, legiones de carros blindados, aviones muy bien abastecidos y muy modernizados vomitando fuego para desalojarme de aquí. De nada serviría. Esto es el Paraíso. Lo he hallado. Al contrario que a Colón, no se me reexpedirá atado de pies en una sentina. Tampoco habrá un Canossa para mí. He entrado en el Reino de los Cielos y he tomado posesión de él con todo orgullo. Ésta es mi concesión privada, mi heredad, mi feudo. No me marcharé.
Humberto Arenal / Encuentros
Héctor gamboa / Escritores Suicidas
Aquel adolescente siempre siguió siendo tímido, tartamudo, muy sensible, un poco triste, amable, educado y otras cosas más. Su nombre y apellidos resultaban muy extraños, llamarse Calvert Casey era una cosa desusada, casi un reto. Y todavía más que esa persona tuviera un aire intelectual y ausente. Supongo que yo estaba tan prejuiciado en su contra como los demás. Para la mayoría era un tipo raro, sorprendente. Y eso ha sido siempre así en Cuba —y quizás en el mundo— difícil de aceptar. Calvert soportaba nuestros comentarios con indulgencia y nunca lo vi contestar de mala forma las preguntas tontas y los comentarios solapados que casi siempre le dirigíamos. Por lo demás, nunca hizo mucho por ganarse la amistad y la simpatía de sus compañeros. Parece que siempre aspiró a ser aceptado sin condiciones. Y este es un reto que se puede convertir, para algunos, en un desafío amenazador. Pero el duelo irregular nunca se produjo, pues a pesar de todo Calvert tenía sus armas secretas para ganarse amigos, aunque muy lentamente. La confianza criolla se encargó de borrar las diferencias.
El nombre Calvert se lo convertimos en Calvito, y aunque era una forma de choteo cubano, también lo fue de afecto y cercanía.
La sorpresa grande fue cuando publicó un libro de relatos titulado Los paseantes, con el seudónimo bastante pomposo de José de América. Yo no recuerdo casi nada de este libro que compré o él me regaló en algún momento. Pero recuerdo con bastante nitidez la sorpresa y los comentados que provocó. Iban desde burlas descamadas, a la justa sorpresa de que uno de nosotros fuera capaz no solo de escribir un libro sino de publicarlo. De todos modos creo que Calvert ganó algunos puntos en nuestra estimación.
Diez años después comentábamos Carlvert y yo en Nueva York lo que representó el libro para él. Decía que entonces quiso mucho ese libro —sonriendo con indulgencia— pues significó algo más que eso, no fue simplemente un libro, fue una forma de autodefinición, de osadía, de enfrentamiento y a la vez una búsqueda de reconocimiento. Después pasó una etapa en que lo ocultaba avergonzado. No le hablaba a nadie de él. No quería que se mencionara. Y después lentamente fue ocupando el lugar que merecía. Creía que había vuelto a quererlo, de una manera distinta, por supuesto.
Nos reencontramos años después en Montreal, Canadá; donde ya empezaba su larga carrera de traductor e intérprete. Había aprendido inglés desde su adolescencia y después francés. Se desenvolvía bien en esos idiomas y nunca le faltaron posibilidades de trabajo “en ese duro oficio que me disgusta”, como le gustaba decir. A pesar de todo, prefirió durante esos años traducir a escribir. En algún momento pensó que no tenía nada importante que decir y se refugió en las traducciones. “Tengo que acumular vivencias. Me he pasado muchos años imaginando la vida”, decía entonces. Nos hablaba de distintas gentes con admiración y curiosidad. Parecía que estuviera descubriendo el valor de la experiencia directa con seres humanos muy variados. Tambièn hablaba de los primeros amores. Hablar de amores en esa época era encubrirlos con frases inmateriales y asexuadas, sublimadas por su imaginación de siempre. Yo le comentaba a Olga, mi mujer —que era familiar suyo—, que parecía que no estuviera hablando de seres vivos de carne y hueso. Años después supimos por qué había adoptado ese tono glorificado.
Después fue a Europa. Sé que estuvo en Francia y en Suiza. Tal vez en Italia, a donde volvió al final de su vida.
Una vez escribió Manuel Azaña —el político y escritor español— que “postergar el amor es un crimen contra la vida”. Calvert Casey se reprochaba en Nueva York, donde nos encontramos años después (debe haber sido en 1950), que hasta que fue a Europa no conoció el verdadero amor. No era tarde, tenía un poco más de veinticinco años, pero durante la primera parte de su vida fue un hecho oculto, vergonzoso, inmoral, al que había que negarle autenticidad y trascendencia. Parecen grandes palabras acumuladas en tan corto espacio para juzgar una conducta. Pero así fue como el propio Calvert nos las expresó en una carta que nos envió a mi mujer y a mí, y que siento no tener ahora, pues hubiera sido un interesante documento. En esa carta nos decía todas esas cosas y justificaba así su ausencia durante meses de nuestra casa por una sola razón: nos había estado ocultando durante mucho tiempo su condición de homosexual.
En verdad, nosotros lo sabíamos desde hacía bastante tiempo sin que nadie nos lo hubiera dicho. Y no porque él tuviera una conducta escandalosa ni hiciera ostentación de su condición sexual. Nunca actuó así, ni antes ni después. Pero ya sabemos todos lo difícil que es hacer una confesión de ese tipo en una sociedad que condena, y sigue condenando, cualquier práctica pederasta. Entonces era peor que ahora. Para disipar cualquier duda o malentendido, le escribí una carta en la que le decía que apreciábamos mucho su sinceridad, le recordaba lo que él sabia, que siempre lo habíamos respetado y apreciado mucho como amigo, y en síntesis que nada había cambiado. Y sin protocolo, cuando él regresó, lo invitamos a comer un arroz con pollo con vino chileno que era uno de sus platos favoritos.
Entre tartamudeos y risas nos habló con franqueza de lo que no debió de haber sido nunca un secreto. Creo que nuestra amistad se fortaleció más a partir de entonces.
Pienso que desde el punto de vista literario la estancia de Calvert en Nueva York fue muy fructífera. Recuerdo un cuento que publicó en inglés en The New Mexico Quaterly y a partir de 1956 comenzó a publicar en la revista cubana Ciclón. Después del triunfo revolucionario colaboró en Lunes de Revolución y en la revista Casa de las Américas, en La Gaceta de Cuba, en la revista Bohemia, en la Revista de la Comisión Cubana de la UNESCO y también en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica de México. Hay un aspecto poco divulgado de su trabajo como periodista. Calvert fue un buen crítico de teatro. En broma me decía que hubiera sido actor si no lo dominara la tartamudez.
Fue a partir de su regreso a Cuba que Calvert escribe la mayor parte y la mejor de su obra narrativa. Su libro de cuentos El regreso lo sitúa en la década del sesenta como uno de los tres mejores de esa generación que irrumpe unos años antes, pero que cobra coherencia y profundidad a partir del triunfo revolucionario de 1959. La prosa de Calvert —de una marcada influencia de los narradores norteamericanos— trae a nuestra narrativa un nuevo y propio perfil. Sus escritores norteamericanos preferidos eran Sherwood Anderson, Theodor Dreiser, Walt Whitman y Edgar Allan Poe. Por propia confesión y por evidencia literaria, fueron estos los escritores que dejaron una huella más profunda, sobre todo evidente en sus primeros cuentos. Y también los franceses Jean Paul Sartre y Albert Camus. Recuerdo cuando me regaló un ejemplar de El extranjero de Camus y me dijo que lo leyera con cuidado. Él lo consideraba un libro ejemplar. Y su casi devoción por el norteamericano Henry Miller al que le escribió un ensayo: Miller o la libertad, y al inglés D. H. Lawrence sobre el que escribió Notas sobre pornografía. Y he dejado para último, porque creo que fue una pasión constante en toda la vida de Calvert, su obsesión por José Martí. Comienza su ensayo Diálogo de vida y muerte así: “A la gran obsesión con la vida en Martí, responde otra obsesión igual, o más poderosa aún, la de la muerte. La suya es la muerte del héroe romántico en su más puro aspecto.” Para un innegable romántico como Calvert Casey esta empatía nunca fue superficial ni pasajera. Calvert tuvo, como Martí, dos obsesiones: la de la vida y por encima de esta la de la muerte. Así lo confiesa en su ensayo Diálogos de vida y muerte que es uno de sus más logrados trabajos ensayísticos.
En 1966 Calvert se vio forzado a salir de Cuba porque su condición de homosexual le molestaba a algunas personas. No fue ninguna exageración. Los que fuimos sus amigos sabemos que ciertas cosas difíciles de aceptar para una persona que se respete, como él siempre lo hizo, lo obligaron a tomar esa decisión que fue dolorosa, triste y que agudizó su tradicional angustia de siempre. Fue a Suiza de nuevo y finalmente encontró trabajo en Roma como traductor donde fijó su residencia. Materialmente vivía bien, pero tengo cartas suyas que reflejan su pésimo estado de ánimo, el desarraigo, la soledad que sentía. Aunque publicó en Barcelona su novela Notas de un simulador y tuvo una intensa relación amorosa, quizás demasiado intensa para aquel momento, había perdido la razón vital para vivir. Quizás Martha, mi mujer, y yo fuimos los últimos amigos cubanos que visitamos su casa antes de que se suicidara. Calvert era una persona extraordinaria, muy sensible, demasiado sensible para soportar la carga del exilio; demasiado frágil para ser sometido a pruebas tan difíciles y penosas. Esa cualidad fue la que lo llevó a la tumba.
Calvert Casey se suicidó en Roma el 16 de mayo de 1969 con una sobredosis de somniferos.
Piazza Morgana
Ya he entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado la orina, el excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonidos más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos. ¿Qué otra cosa podría desear un hombre? De una vez para siempre «emparadizado en ti». «Envejecemos juntos, dijiste», y así sucederá.
Mi suerte será envidiada por generaciones de amantes de todo el tiempo venidero, hasta el final de los Tiempos.
Se me ocurrió mientras te estabas afeitando un día, en una tregua de nuestros momentos de odio mutuo. La hoja te hizo un pequeño pero profundo corte en la barbilla. Mientras presionaba la herida para limpiarla, y tu sangre manaba de las venas cortadas, sentí un tremendo impulso de probarla.
A partir de ese instante, mi mente se deslizó por una pendiente irresistible, fuera ya de control. Esa noche y muchas noches más, mientras tú respirabas plácidamente en tu sueño, a mi lado, pensé en los rojizos y descarnados tejidos del estómago, cruzados y entrecruzados por venas, segregando sin cesar sus jugos a la menor provocación. Me vi a mí mismo tocando con temor los duros y rojizos tendones, el blanco interior de la espina dorsal, tu cerebro, tierno y palpitante, los musculados y carnosos tejidos de tu corazón, el revestimiento externo de tus huesos, tan rosado y sedoso, donde los vasos sanguíneos se entrelazan, haciendo surgir incesantemente nuevas células que reemplazan a las ya muertas. Vi los accesos de tu boca, la oscura incrustación de la lengua, y más allá, los frágiles cartílagos y cuerdas vocales de donde tu voz brota. Me preguntaba cómo sabría y olería todo ello, qué se sentiría al morder los tendones: lamer los huesos, mascar la tierna y delicada carne, desollar el escroto, vaciar la vejiga, hacer una incisión en el pene; tras haber desalojado previamente los pulmones, dejar que mi mejilla repose eternamente junto al tejido sanguinolento y descarnado de la caja toráxica; desplegar los largos y macizos músculos de las nalgas y muslos, alimentarme de ellos, llegar a probar todas tus glándulas, estar durante semanas a dieta del fluido genital; cada vez más ansioso, más anhelante, alimentarme, alimentarme, alimentarme lentamente de los tímpanos, los ojos, la lengua, roer la abertura rectal, utilizar tu pelo y todo el vello de tu cuerpo como seda dental, morder hasta el fondo de tus axilas, recobrar en los ganglios las energías perdidas, empezar a comer lentamente desde la punta de los dedos hacia arriba, hasta que los brazos desaparezcan, destapar la rótula y beber con paciencia y cuidado (no sea que se pierda una gota) los ricos lubricantes contenidos en sus junturas, desencajar el muslo, rajar el hueso y alimentarme de su médula toda una temporada deliciosa, engullir los ojos como se engulle un huevo, mirar las cuencas vacías noches y más noches, desquiciar los tobillos, alimentarme de los pies semanas y semanas, sacar fuerza de los ligamentos, lamer los tendones hasta que pierdan su color, arrancar las uñas de los pies y de las manos, mordisquearlas y sacarles el calcio una vez agotadas las reservas de los dientes. Pero, sobre todo, comer lentamente, deliberadamente y en un rapto fervoroso, desde el interior, allí donde el corazón late impasible, el sabroso tejido, rojo vivo, bajo los pezones ya hace tiempo digeridos.
Pero entonces cambié de opinión. Como ya dije antes, generaciones de amantes de todos los siglos venideros se morirán de envidia. Nos pudriremos juntos. Mientras escribo, viajando a placer, con indescriptible regocijo, por tu corriente sanguínea, después de un prolongado verano en los mastoides, siempre dispuesto a renunciar a los vasos linfáticos por las parótidas, sé que voy a estar contigo, viajar contigo, dormir contigo, soñar contigo, orinar y defecar contigo, pensar, llorar, alcanzar la senilidad, calentarme, enfriarme y calentarme otra vez, sentir, mirar, hacerme una paja, besar, matar, mimar, tirarme pedos, perder el color, sonrojarme, convertirme en cenizas, mentir, humillar a otros y a mí mismo, quedar desnudo, acuchillar, agostar, aguardar, aquejar, reír, robar, palpitar, trepidar, eyacular, entretenerme, escabullirme, rogar, caer, engañarte con otro, engañarte con dos, comerte con los ojos, comisquear, atizarte, chupar, alardear, sangrar, soplar contigo y a través de ti.
Mi proeza es tan completamente nueva y sin paralelos que aún no ha sido igualada. No tiene precedentes en la historia y quedará en los anales de la humanidad, para que no se olvide, hasta que toda huella de la existencia humana haya sido borrada de la tierra. Mi libertad de elección y residencia no tiene límites. He conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano, conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera, visado carta d'identità, nada de nada! Puedo establecerme a gusto mío en el pezón derecho, donde el remate de las venas y los nervios florece en una punta rosada, tierna y delicada. Allí puedo esperar indefinidamente. No tengo ninguna prisa especial. El tiempo ha sido obliterado. Tú eres el Tiempo. Fue sólo el siglo pasado cuando me agarré como un loco a las viscosas paredes de tu vejiga para evitar el ser arrastrado fuera. Así que puedo esperar, con máquina de escribir y todo, arrullarme hasta conciliar el sueño, bajo ese velloso y maravillosamente suave montículo de tu pecho, y esperar a que algún idiota me despierte y me haga cosquillas. Puedo escalar tu lengua y lamer y apretujarme en otra boca, alcanzando todas delicias que el cielo reserva. Y es entonces cuando me lanzo de cabeza por la espina dorsal, despidiendo un escalofrío tras otro de placer divino, hasta que tus pulsaciones laten de forma tan salvaje que me dejo arrastrar por el torrente y viajo a la velocidad de la luz dentro del espeso y vivificante fluido de tu sangre.
Pero sin prisa, sin prisa. A lo largo de días, semanas, meses, puedo alojarme en tu retina, emprender viajes de placer por la pupila con objeto de echar una ojeada al mundo exterior, mientras organizo metódicamente la más compleja e infinitamente más exigente excursión a tu cerebro. Qué placeres entonces, y qué gozo a medida que penetro en el laberinto gris, en el palpitante dédalo, aprovechando la ocasión para lamer los blancos tabiques membranosos, cuyo sabor difícilmente puede igualarse. La mayor Bolsa del mundo en el día del Crack, la estación ferroviaria más grande del mundo jamás podrían aproximarse a lo que está pasando dentro de tu cabeza.
¡Los deleites de la medulla oblongata! ¡Las ramificaciones infinitas de los arborum vitae! ¡Las ásperas caricias de la duramadre!
¿Cómo voy a empezar? ¡Cómo voy a empezar! ¿Cómo puedo entrar en ese aparente caos, en esa anarquía soberanamente ordenada, sin ser mortalmente aplastado (todo a su tiempo) por los millones de destructivos temblores, más veloces que el rayo y mucho más mortíferos? ¡Cómo voy a empezar! ¡Con amor! ¿Cómo, si no? ¡Con amor! Que el amor guíe mi exploración, mi viaje fabuloso, el viaje que ningún hombre ha emprendido hasta ahora; que él sea el hachón y la brújula que me ayuden a orientarme a través del espantoso laberinto rebosante de vibraciones, brincando y rebotando sin parar a una frecuencia fantástica.
Con muda reverencia inicio un viaje que a veces me va a llevar muy cerca de la superficie, a veces al corazón de una inmensidad perfectamente organizada. Consumiendo días, semanas, meses incluso, me meto en las profundidades; el periostio, la tabla externa, el diploe, la tabla interna, las suturas, la calvaria (próxima a la duramadre, en busca de calor y compasión). Pero una vez más: sin prisa, sin prisa. A su debido tiempo (¿qué importa el tiempo?) llegaré a la hoz del cerebro, a la encantadora blandura de la meninge, me doblaré por el nervio óptico, me estrujaré en el infundíbulo (¡el infundíbulo, oh Paradiso!), iré tanteando como un ciego la substancia negra, utilizando los dos brazos como antenas, como un murciélago, cruzaré a galope el puente de Verolio, como un niño feliz y juguetón, y, después de una larga zambullida en el acueducto de Silvio, iré a caer exhausto en la silla turca, faltándome ya el aire. Dormir, dormir es lo único que quiero después de esta primera etapa fatigosa de mi viaje. ¡El tálamo, el tálamo! ¿Dónde está el tálamo después de los horrores del claustro, y la luz lunar del globus pallidus? Tremendas reverberaciones me suben por todo el cuerpo, cargadas de electricidad. Dormir, dormir... ¿Quién es capaz de dormir cuando el patético está tan cercano, y he de tomar un largo desvío tal de no eliminar para siempre tus fuentes de compasión?
Si la emoción me vence, siempre puedo encontrar refugio en el silencio de la substancia gris. Pero no por mucho tiempo, no por mucho tiempo. ¿Quién desea silencio ahora que he llegado a lo más hondo de tu cerebro? Que las rugientes ondas que vienen de los tímpanos me ensordezcan para toda la vida. ¡Qué más da! ¿Acaso no he dicho que he venido a quedarme? Siempre estará el nervio olfatorio para guarecerse cuando falle todo lo demás. ¡Qué riqueza de olores para triscar eternamente! Y siempre están los senos para una completa protección. Alguien está martilleando en la porción petrosa. Que martillee. Hay sitio para todos. Y si se pone desagradable, una buena patada en el culo y que se pierda en la insondable profundidad de las fosas. ¡Sería una tumba bulliciosa! Nadie ha llegado aquí; nadie ha ido tan lejos y sobrevivido a las ondas destructivas de las neuronas, que llegan de todos lados, a la presión tremenda, la terrible carga y descarga, el soberanamente armonioso, soberanamente enloquecedor tutti. Nada más salir sano y salvo volveré a entrar una y otra vez en el infierno gris, el cielo sofocado, para escuchar el mortífero rugido que nadie ha oído sin ser por ello asesinado.
Pero, como dije antes, es en tu corriente sanguínea donde logro el estado de dicha suprema reservado a los elegidos y a los justos. Me revuelco en su interior, retozo, trisco, me elevo a míticas alturas, alcanzo lo definitivo, me transformo, dejo de ser. Ya no soy yo mismo. Soy tu sangre: alimento tus pulsaciones, cruzo y vuelvo a cruzar el umbral de tu corazón, me deslizo arriba y abajo, me abalanzo del ventrículo al aurículo, hago tiempo en el atrio, paso de la vena a la arteria y regreso a la vena, hago el recorrido de los pulmones y emprendo de nuevo el camino de tu corazón. ¡Tu corazón! ¡Por fin soy yo tu corazón! No sólo el vello suave de tu pubis sino también tu corazón. Sono il tuo sangue! Quello que senti rimbalzarti dentro, questi brividi, questa strana gioia, questa paura, questa bramosia, sono io, sono io, galleggiante nelle tue arterie, e la carne che rammenta, dorenavanti rammeneiamo insieme per l’eternità, amore, amore, pauroso amore mio! No has de tener miedo, nunca volveremos a sentir la soledad, la terrible, vergonzosa soledad de la carne. La soledad se ha ido para siempre, desechada, expulsada, suprimida, quemada, enterrada. ¿Me estás oyendo? ¿Me oyes surcar tu sangre a toda velocidad cantando y gritando a pleno pulmón, entonando extrañas canciones de gozo, sollozando, gimoteando, gimiendo en un frenesí de felicidad que ningún ser humano ha conocido antes? Sono io, sono io! Moriré contigo me convertiré en sustancia inanimada, recorreré toda la gama de la existencia pre-orgánica y post-orgánica, y renaceré una y otra vez, un millón de veces, ad infinitum, contigo.
Cuando estoy de un talante menos intelectual, más emprendedor, me adentro en largos safaris por tu flora intestinal.
La vena porta abre sus puertas de par en par y yo me cuelo en la copiosa oscuridad. Podría tomar un atajo por el mesentérico, pero prefiero el camino menos recto, que me hace estremecer de expectación.
Después de un largo descenso me encuentro en el más profundo misterio. Ni las cuencas amazónicas ni las vertientes nigerianas podrían nunca igualar su caudal. Para hallar semejante uno tendría que retroceder a los días en que las fuentes del Nilo eran desconocidas, o incluso antes, mucho antes, cuando el gran río empezó a fluir, al principio sólo una estrecha corriente, que serpenteaba por el fondo de una espantosa hendidura, y que después crecía, algunos millones de años después, hasta convertirse en un tranquilo arroyo de mediano tamaño, eternidades antes de que el hombre llegara con los ojos vidriosos.
A medida que voy penetrando en las profundidades de la jungla, me siento incesantemente atraído, ceñido y rechazado por las miríadas de formas, los seres tentaculares del bosque inexplorado, las minúsculas y monstruosas flores, el interminable proceso de creación y destrucción, los mil círculos kárnicos que nadie habría sospechado encontrar aquí abajo, repitiéndose millones de veces a lo largo del largo descenso.
Podría seguir escribiendo sin parar sobre mi travesía de los pliegues semilunares, la luz opalescente donde las criaturas más extrañas, medio-animales, medio-vegetales, se abren y se cierran, se degeneran y regeneran, se abren las entrañas en suicidios masivos, sólo para intercambiar fragmentos y reunirse segundos más tarde. Esa parte de mi viaje dura años, de tan fuerte como es la fascinación del destello malsano, que adopta sutilmente matices diferentes bajo cada pliegue. Me dejo abrazar por los billones de criaturas que pululan en mi interior, apiñándose en el espeso jugo en el que yo nado silenciosamente. Elegí una al azar, tal vez la más atractiva, tal vez la más horrenda, y dejo que me sumerja y me trague como un corpúsculo devorado por una célula blanca. Qué quietud infinita, qué paz ahora... ¿Cómo es posible que nunca hubiese pensado en esto? ¡Esto sí que es felicidad! No hay otra palabra. En la profundidad del pliegue más recóndito la he encontrado. Esto cancela y borra años de búsqueda inútil. Soy feliz. ¡A1 fin!
Ni un sonido, ni una simple regurgitación se escapa del lugar remoto adonde he llegado. Es el silencio de los abismos oceánicos, siempre conjeturados, siempre inescrutables. Únicamente aquí puedo ser yo mismo. Apacible e interminablemente, giro entre los silenciosos tropeles que entran y salen por cada orificio de mi cuerpo. Millones de muertes y nacimientos se suceden sin un lamento, sin un estertor, sin nada.
En un cruce, después de resbalar a lo largo de meses en una agonía mortal por el casi impracticable sigmoide, el paisaje cambia abruptamente. Qué quietud de la Umbría entre estos árboles del tamaño de un mamut, repentinamente desproporcionados respecto a cualquier especie imaginable de cualquier reino. El interminable proceso de tragar y devolver se detiene y otro, mil veces más mortífero y más majestuoso, comienza. Me siento perdido en este bosque de gigantes que avanzan lentamente abrazando a traición, ignorándome completamente en su grandeza. Camino pegado a lo que tomo por un muro del bosque hundido, hasta que descubro que he despertado a otro gigante y tengo que salir disparado para salvar la piel. (Ahora podría tomarme un respiro antes de que fuese demasiado tarde, y hacer el largo viaje de descenso a la punta de tu polla con una breve escala dentro de los testículos, que podría llegar a convertirse en una prolongada estancia, primero en el derecho, después en el izquierdo, ya que siempre es grato un cambio de altitud. ¿Quién podría detenerme, excepto la muerte, y sería, en ese caso, nuestra muerte? Y si decidiera hibernar en el glande, dormir para siempre dentro del prepucio, reservar un espacio debajo de la túnica, podría hacerlo, pero tomo otra decisión). La muerte está aquí mismo, al igual que la vida, y es aquí donde me siento más próximo a ti. Podrían poner en pie de guerra ejércitos enteros, legiones de carros blindados, aviones muy bien abastecidos y muy modernizados vomitando fuego para desalojarme de aquí. De nada serviría. Esto es el Paraíso. Lo he hallado. Al contrario que a Colón, no se me reexpedirá atado de pies en una sentina. Tampoco habrá un Canossa para mí. He entrado en el Reino de los Cielos y he tomado posesión de él con todo orgullo. Ésta es mi concesión privada, mi heredad, mi feudo. No me marcharé.
Humberto Arenal / Encuentros
Héctor gamboa / Escritores Suicidas
No hay comentarios:
Publicar un comentario