lunes, 16 de marzo de 2009

Escritores suicidas / La lucha contra el demonio

Cuando las neurosis aparecen y conforman cuadros agudos y problemáticos, llámense esquizofrenias o paranoias, y atacan a personas que no tienen la fuerza para sustraerse a este tipo de presiones, el futuro pierde toda proporción y disminuyen las posibilidades de supervivencia. Entonces el individuo, presa fácil de inclinaciones necrófilas, comienza a preguntarse si tiene sentido su existencia. Con esta visión deforme de la realidad, el impulso vital mengua, aparecen los olvidos y otra serie de mecanismos del yo y del subconsciente que se convierten en justificaciones para una decisión desesperada.



La palabra procede de sui, “de si mismo”, y caedere, “matar”: matarse a sí mismo.

El sociólogo francés Émile Durkheim la define así: Se llama suicidio a todo caso de muerte que resulta directa o indirectamente de un acto positivo o negativo, ejecutado por la propia víctima, a sabiendas de que habría de producir este resultado.

El suicidio directo, o negativo, es siempre intrínsecamente malo, es siempre pecaminoso; pero el suicidio indirecto, o positivo, no lo es. El suicidio directo es aquel en que el ser humano busca mediante un acto suyo causarse la muerte; mientras en el indirecto, la persona se da muerte sin procurarla libremente.

Partiendo de que el hombre es un ente que vive y se organiza en colectividad, cada una de sus costumbres estará siempre cerca de la imitación, es decir, propensa a un contagio. Wilhelm Reich explica estos fenómenos y les denomina globalmente “psicología de masas”; explica cómo el hombre está expuesto a las modas: en la ropa, en el estilo de pinado y también en el suicidio.

Algo de historia

H.G. Morgan, en su conocida obra ¿Deseos de muerte?, dice que el suicidio se ha producido en todos los grupos y en todas las sociedades de las que existe testimonio documental y que su significado preciso siempre ha intrigado al hombre.

Las razones del suicidio reflejan las condiciones sociales particulares que prevalecen en determinada época. En tiempos de los judíos de la antigüedad, los griegos y romanos, las circunstancias que comúnmente empujaban al suicidio eran militares o políticas, como la necesidad de preservar el honor, o de evitar la captura, la humillación y la muerte infame. Ocasionalmente el suicidio podría obedecer a una lealtad fervorosa, como entre los soldados cuando moría su jefe, o como en la costumbre hindú de inmolara las esposas en la pira tras la muerte del cónyuge. El suicidio ejerció una fascinación intensa sobre los cristianos durante los tres primeros siglos de nuestra era. Los primeros cristianos con frecuencia eligieron el martirio voluntario; de hecho, lo aceptaban con tal entusiasmo que muchas veces fue causa de vergüenza para sus opresores. Desde luego, tenían un aliciente considerable en sus creencias religiosas: alcanzar la vida eterna en el otro mundo.

La actitud de los hombres ante la muerte no ha sido la misma a través de los tiempos; cuando un hombre de hoy habla de su muerte, piensa que si le fuera dado escogería una muerte súbita, sin dolor, como un leve sueño. El hombre del medioevo se sentiría aterrado de ello, porque como lo expresa el padre de Hamlet, en la famosa obra de Shakespeare, moriría "en la flor del pecado"; por eso el hombre de la Edad Media prefería un tiempo de arrepentimiento y de balance de sus deudas con Dios y con los hombres, inclusive en las oraciones medievales se rezaba "líbranos Señor de la muerte repentina".

Los ejemplos históricos de este fenómeno pueden ayudar a entender mecanismos sociales que quizá desempeñen un papel en los suicidios de hoy. Las actitudes hacia el suicidio han variado considerablemente con el tiempo y de una sociedad a otra y sus reacciones se han caracterizado por su arbitrariedad y ambivalencia. De cualquier momento de la Historia existen testimonios de debates sobre la naturaleza del suicidio, sobre si es pecado o si es justificable, y en este último caso, en qué circunstancias se puede cometer.

Represión

Con los siglos se ha ido formando una actitud que condena severamente el suicidio. San Agustín (354-430) lo calificó de “pecado mayor que ningún otro que se pudiera evitar al cometerlo”. No hay circunstancias atenuantes, porque viola el sexto mandamiento, usurpa la función del Estado y de la Iglesia, y evita el sufrimiento que ha sido ordenado por Dios. Según el cristianismo medieval, el alma de un suicida se condena al infierno por toda la eternidad. Dante (1265-1321) describió esas almas como encajadas en árboles espinosos y marchitos, de las que se alimentaban las arpías, que les causaban heridas arrancándoles lamentos y gritos de dolor.

H.G. Morgan sostiene que “en la Edad Media se imponían castigos después de un suicidio: la degradación del cadáver arrastrándolo por las calles cabeza abajo en una narria, a lo que seguía su inhumación en tierra no sagrada". Esto se hacía frecuentemente en un cruce de caminos, con una estaca atravesada en el corazón y una piedra en la cabeza. Tenían por objeto inmovilizar el cuerpo para que el espíritu no regresara a dañar o rondar a los vivos. El hecho de que algunos suicidios se producen durante estados mentales insanos, parece haber sido reconocido incluso en los primeros documentos históricos, ya que ocasionalmente el suicida demente era excluido de las sanciones penales, religiosas y civíles.

Los Apologistas

A pesar de la feroz reacción medieval contra el suicidio, en el Renacimiento aparecieron pensadores que desafiaron a la Iglesia. Erasmo (1466-1536), en su Elogio de la locura; sir Tomás Moro (1478-1535) en Utopía; y Montaigne (1533-1592) en sus Ensayos, justificaron el suicidio en circunstancias estrictamente definidas, aunque tuvieron el cuidado de ensalzar ambas partes de la discusión.

En el siglo XVII cobraron impulso los intentos de comprender el suicidio. John Donne (1572-1631), clérigo que actuó con valor y convicción, hizo en su libro póstumo, Biathanatos, la primera defensa del suicidio en Inglaterra, sosteniendo que el poder y la misericordia de Dios son lo bastante grandes para perdonar el pecado de suicidio. Robert Burton (1577-1640), en su Anatomia de la melancolía, condenó el suicidio por “impio y abominable”, originado por una postura pagana y falsa, sin embargo, abogó por una actitud caritativa hacia él y afirmó que Dios juzgaría el asunto. John Sym (1581-1637) , otro clérigo inglés, identificó a los suicidas como enfermos mentales.

Life’s Preservative Against Self Killing (1637) de Sym fue el primer texto ingles específicamente sobre el suicidio. A aquellos que estaban en peligro de suicidarse se les aconsejó evitar la soledad y la oscuridad, no subir a los puentes ni andar por los bordes de lugares empinados y tener cuidado al usar armas. También se daba una lista de señales premonitorias, incluyendo el comportamiento anormal, los monólogos, y “el lenguaje y los actos” de tales personas.

La lucha

El hombre agobiado por la desesperación, por las enfermedades, recibe con cierto alivio la idea de la muerte. Aquí empieza la lucha entre las dos fuerzas que emanan de su ser: la fuerza vital, que se refiere a los instintos que se deslizan de manera certera, irreflexivamente y sin previo aprendizaje; y al otro extremo la fuerza poética, que surge de la meditación, de la reflexión de sopesar motivos. La una es natural, la otra se adquiere. Y en esta cadena, cuyos polos ya conocemos, nuestra libertad es cuestionada.

La idea de la muerte que se presenta a la persona dispuesta al suicidio como algo liberador, como una posibilidad de terminar de modo rotundo con los sufrimientos, ha calificado al suicida como cobarde, pues aunque con su acto destructivo acorte sus padecimientos, hereda a la sociedad una carga material y psicológica y establece un ejemplo no deseable.

Y es aqui donde es necesaria la siguiente pregunta: ¿Son realmente cobardes los suicidas, éstas almas atormentadas, o es tan sólo la liberación suprema, su culminación maestra, el último parrafo de sus intensas y usurpadas vidas?


La lucha contra el demonio

Aquel a quien el demonio estrecha en su puño, se ve arrancado de la realidad.

Escritores, poetas, épicas figuras, todos ellos comparten extrañas afinidades, todos ellos tienen el mismo trágico fin: el suicidio. Arrancados de su propio ser por una fuerza poderosísima y en cierto modo ultramundana, son arrojados a un calamitoso torbellino de pasión. Terminaron prematuramente su vida con el espíritu destrozado, y un mortal envenenamiento en los sentidos. Todos pasaron por el mundo cual rápido y luminoso meteoro, ajenos a su época, a veces incomprendidos por su generación, para sumergirse después en la misteriosa noche de su misión. Ignoran a dónde van; salen del Infinito para hundirse de nuevo en el Infinito y, al pasar, rozan apenas el mundo material. Domina en ellos un poder superior a su propia voluntad, un poder no humano en el que se sienten aprisionados. Su voluntad no rige (llenos de angustia, lo reconocen ellos mismos en momentos de clarividencia). Son esclavos. Son posesos (en todo el sentido de la palabra) del poder del demonio.

Demonio, demoníaco. Estas palabras han sufrido ya tantas interpretaciones desde su primitivo sentido misticorreligioso en la antigüedad, que se hace necesario revestirlas de una interpretación personal. Llamaré demoníaca a esa inquietud innata, y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacía lo elemental. Es como sí la Naturaleza hubiese dejado una pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa parte quisiera apasionadamente volver al elemento de donde salió: a lo ultra humano, a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo. En la mayoría de las personas, en el hombre medio, esa magnífica y peligrosa levadura del alma es pronto absorbida y agotada; y sobre el alma reina ese poder misterioso que sale del cuerpo, esa fuerza gravitante y fatal. Pero en todo hombre superior, y más especialmente si es de espíritu creador, se encuentra una inquietud que le hace marchar siempre hacia adelante, descontento de su trabajo. Esta inquietud mora en todo «corazón elevado que se atormenta» (Dostoievsky); es como un espíritu inquieto que se extiende sobre el propio ser como un anhelo hacia el Cosmos. Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros intereses personales y nos lleva, llenos de inquietud, hacia interrogaciones peligrosas, lo hemos de agradecer a esa porción demoníaca que todos llevamos dentro. Pero ese demonio interior que nos eleva es una fuerza amiga en tanto que logramos dominarlo; su peligro empieza cuando la tensión que desarrolla se convierte en una hipertensión, en una exaltación; es decir, cuando el alma se precipita dentro del torbellino volcánico del demonio, porque ese demonio no puede alcanzar su propio elemento, que es la inmensidad, sino destruyendo todo lo finito, todo lo terrenal, y así el cuerpo que lo encierra se dilata primero, pero acaba por estallar por la presión interior. Por eso se apodera de los hombres que no saben domarlo a tiempo y llena primero las naturalezas demoníacas de terrible inquietud; después, con sus manos poderosísimas, les arranca la voluntad, y así ellos, arrastrados como un buque sin timón, se precipitan contra los arrecifes de la fatalidad. Siempre es la inquietud el primer síntoma de ese poder del demonio; inquietud en la sangre, inquietud en los nervios, inquietud en el espíritu. (Por eso se llama demonios a esas mujeres fatales que llevan en sí la perdición y la intranquilidad.) Alrededor del poseso sopla siempre un viento peligroso de tormenta, y por encima de él se cierne un siniestro cielo, tempestuoso, trágico, fatal.


Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica. Aunque algunos sucumben a esos abrazos ardientes; se entregan a esa fuerza poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser inundados del licor fecundante, otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a veces ese abrazo de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida. En el artista, esa lucha heroica y grandiosa se hace visible en él y en su obra. Pero es en los que sucumben en esa lucha en quienes podemos ver más claramente los rasgos pasionales de la misma, y principalmente en el tipo del poeta que es arrebatado por el demonio; pues cuando el demonio reina como amo y señor en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte característico: arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte espasmódico que arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el frenesí sagrado.

El primer signo distintivo de ese arte es lo ilimitado, lo superlativo del mismo; un deseo de superación y un impulso hacia la inmensidad, que es adonde quiere llegar el demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde salió. Son como Prometeos que se precipitan llenos de ardor contra las fronteras de la vida, de una vida que, rebelde, rompe los moldes y en el colmo del éxtasis acaba por destruirse a sí misma. En sus ojos brilló la mirada del demonio, y éste habló por sus labios, por sus plumas. Sí, él habla por sus labios dentro de su cuerpo destruido y espíritu apagado. Nunca se ve más claramente al demonio que albergaba en su ser que cuando puede ser atisbado a través de su alma destrozada por el tormento, rota en terrible crispación, y es a través de sus desgarraduras como se ven las oscuras sinuosidades donde se esconde el terrible huésped. De pronto, el terrible poder del demonio que antes estuvo, en cierto modo oculto, se hace visible, y ello sucede precisamente cuando su espíritu sucumbe.

"Todo lo creado por el arte más elevado, no procede del poder humano; está por encima de lo terrenal"

Yo veo, pues, en contraposición al espíritu exaltado, arrastrado fuera de sí mismo por su propia exuberancia, frente al espíritu que no conoce límites, veo, digo, al poeta que es amo de sí mismo y que, con su voluntad humana, sabe domar al demonio interior y lo convierte en una fuerza práctica, eficaz. Pues el poder del demonio -magnífica fuerza creadora- no conoce una dirección determinada, apunta sólo al infinito o al caos de donde procede. Por tanto, es arte grande y elevado, y no inferior en modo alguno al que procede del demonio, así como aquel otro que crea un artista que domina por su voluntad ese misterioso poder, que le da una dirección fija, que lo sujeta a una medida, que «gobierna» en la poesía, y que sabe convertir lo inconmensurable en forma definitiva. Es decir, el poeta que es amo del demonio y no su siervo.

Si la enfermedad puede crear cosas inmortales, ya no es enfermedad, sino que será una fuerza, un exceso de salud, la más alta salud. Y cuando el demonio está al borde extremo de la vida y ya se inclina hacia fuera, hacia lo inaccesible, no deja de ser por ello algo inmanente a lo humano y comprendido dentro del círculo de la naturaleza. Pues hasta la misma naturaleza, ella que desde los principios fija exactamente el plazo durante el que el niño vive en el cuerpo de la madre, también ella, prototipo de lo inexorable de las leyes, conoce esos momentos demoníacos y tiene erupciones, y en sus exuberancias -tormentas, ciclones, cataclismos- pone en peligrosa tensión todas sus fuerzas y lleva hasta el extremo su tendencia a la propia destrucción.

Meteoros de estrella errante, en eterna caída.


"Morir, es dormir... y tal vez soñar"
Hamlet



Hector Gamboa/Escritores suicidas
Stefan Zweig/La lucha contra el demonio

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