Hoy por la mañana veía en la TV uno de los tantos programas en donde se recuerda y se conmemoran los trágicos eventos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York; entrevistaban, en su momento, hace 8 años, a las personas que habían sido afectadas directamente por estos sucesos y les preguntaban que qué se merecían las personas que los habían provocado (preguntas evidentemente y por demás dirigidas), y obviamente las personas (“Norteamericanos”) decían que debían dar muerte a los musulmanes y hacerles pagar por tales atrocidades, que los debían aniquilar, matar, castigar, etc. … Se mostraban imágenes devastadoras, desconcertantes, y exaltaban el “orgullo americano”, mostrando la grandeza de un pueblo que siempre ha luchado por la libertad y que ahora se veía atacado por criminales ,terroristas, e inhumanos. Y con una sonrisa un tanto irónica sólo pude pensar en la falta de memoria histórica de todas esas personas que yacían ahí atemorizadas, siendo víctimas de sus propias acciones a través de los años y que ahora la historia les estaba pasando factura. Tres mil diecisiete muertos el 11 de septiembre, y parecen demasiado pocos ante la incontable cantidad de gente civil que muere a diario en paises como Irak, y parecen insignificantes ante los 230 mil civiles calcinados por napalm y ante los 2 millones de personas afectados con agente naranja que hoy en día siguen muriendo en Vietnam, un millón de muertos en Ruanda, y 210 mil personas reducidas a cenizas en Hiroshima y Nagasaki, y qué decir del 11 de septiembre de 1973 en Chile. La lista sería interminable, ¡¡y qué bueno!!, que la historia, sí tiene memoria.
viernes, 11 de septiembre de 2009
martes, 19 de mayo de 2009
domingo, 29 de marzo de 2009
Calvert Casey Hernández

Detrás de su nombre doblemente exótico se escondía un escritor profundamente cubano, todavía más, una rareza: un escritor habanero que escribe una prosa exquisita y al mismo tiempo legible. Calvert era el escritor ideal para una época ideal mientras duraron ambos.
Aquel adolescente siempre siguió siendo tímido, tartamudo, muy sensible, un poco triste, amable, educado y otras cosas más. Su nombre y apellidos resultaban muy extraños, llamarse Calvert Casey era una cosa desusada, casi un reto. Y todavía más que esa persona tuviera un aire intelectual y ausente. Supongo que yo estaba tan prejuiciado en su contra como los demás. Para la mayoría era un tipo raro, sorprendente. Y eso ha sido siempre así en Cuba —y quizás en el mundo— difícil de aceptar. Calvert soportaba nuestros comentarios con indulgencia y nunca lo vi contestar de mala forma las preguntas tontas y los comentarios solapados que casi siempre le dirigíamos. Por lo demás, nunca hizo mucho por ganarse la amistad y la simpatía de sus compañeros. Parece que siempre aspiró a ser aceptado sin condiciones. Y este es un reto que se puede convertir, para algunos, en un desafío amenazador. Pero el duelo irregular nunca se produjo, pues a pesar de todo Calvert tenía sus armas secretas para ganarse amigos, aunque muy lentamente. La confianza criolla se encargó de borrar las diferencias.
El nombre Calvert se lo convertimos en Calvito, y aunque era una forma de choteo cubano, también lo fue de afecto y cercanía.
La sorpresa grande fue cuando publicó un libro de relatos titulado Los paseantes, con el seudónimo bastante pomposo de José de América. Yo no recuerdo casi nada de este libro que compré o él me regaló en algún momento. Pero recuerdo con bastante nitidez la sorpresa y los comentados que provocó. Iban desde burlas descamadas, a la justa sorpresa de que uno de nosotros fuera capaz no solo de escribir un libro sino de publicarlo. De todos modos creo que Calvert ganó algunos puntos en nuestra estimación.
Diez años después comentábamos Carlvert y yo en Nueva York lo que representó el libro para él. Decía que entonces quiso mucho ese libro —sonriendo con indulgencia— pues significó algo más que eso, no fue simplemente un libro, fue una forma de autodefinición, de osadía, de enfrentamiento y a la vez una búsqueda de reconocimiento. Después pasó una etapa en que lo ocultaba avergonzado. No le hablaba a nadie de él. No quería que se mencionara. Y después lentamente fue ocupando el lugar que merecía. Creía que había vuelto a quererlo, de una manera distinta, por supuesto.
Nos reencontramos años después en Montreal, Canadá; donde ya empezaba su larga carrera de traductor e intérprete. Había aprendido inglés desde su adolescencia y después francés. Se desenvolvía bien en esos idiomas y nunca le faltaron posibilidades de trabajo “en ese duro oficio que me disgusta”, como le gustaba decir. A pesar de todo, prefirió durante esos años traducir a escribir. En algún momento pensó que no tenía nada importante que decir y se refugió en las traducciones. “Tengo que acumular vivencias. Me he pasado muchos años imaginando la vida”, decía entonces. Nos hablaba de distintas gentes con admiración y curiosidad. Parecía que estuviera descubriendo el valor de la experiencia directa con seres humanos muy variados. Tambièn hablaba de los primeros amores. Hablar de amores en esa época era encubrirlos con frases inmateriales y asexuadas, sublimadas por su imaginación de siempre. Yo le comentaba a Olga, mi mujer —que era familiar suyo—, que parecía que no estuviera hablando de seres vivos de carne y hueso. Años después supimos por qué había adoptado ese tono glorificado.
Después fue a Europa. Sé que estuvo en Francia y en Suiza. Tal vez en Italia, a donde volvió al final de su vida.
Una vez escribió Manuel Azaña —el político y escritor español— que “postergar el amor es un crimen contra la vida”. Calvert Casey se reprochaba en Nueva York, donde nos encontramos años después (debe haber sido en 1950), que hasta que fue a Europa no conoció el verdadero amor. No era tarde, tenía un poco más de veinticinco años, pero durante la primera parte de su vida fue un hecho oculto, vergonzoso, inmoral, al que había que negarle autenticidad y trascendencia. Parecen grandes palabras acumuladas en tan corto espacio para juzgar una conducta. Pero así fue como el propio Calvert nos las expresó en una carta que nos envió a mi mujer y a mí, y que siento no tener ahora, pues hubiera sido un interesante documento. En esa carta nos decía todas esas cosas y justificaba así su ausencia durante meses de nuestra casa por una sola razón: nos había estado ocultando durante mucho tiempo su condición de homosexual.
En verdad, nosotros lo sabíamos desde hacía bastante tiempo sin que nadie nos lo hubiera dicho. Y no porque él tuviera una conducta escandalosa ni hiciera ostentación de su condición sexual. Nunca actuó así, ni antes ni después. Pero ya sabemos todos lo difícil que es hacer una confesión de ese tipo en una sociedad que condena, y sigue condenando, cualquier práctica pederasta. Entonces era peor que ahora. Para disipar cualquier duda o malentendido, le escribí una carta en la que le decía que apreciábamos mucho su sinceridad, le recordaba lo que él sabia, que siempre lo habíamos respetado y apreciado mucho como amigo, y en síntesis que nada había cambiado. Y sin protocolo, cuando él regresó, lo invitamos a comer un arroz con pollo con vino chileno que era uno de sus platos favoritos.
Entre tartamudeos y risas nos habló con franqueza de lo que no debió de haber sido nunca un secreto. Creo que nuestra amistad se fortaleció más a partir de entonces.
Pienso que desde el punto de vista literario la estancia de Calvert en Nueva York fue muy fructífera. Recuerdo un cuento que publicó en inglés en The New Mexico Quaterly y a partir de 1956 comenzó a publicar en la revista cubana Ciclón. Después del triunfo revolucionario colaboró en Lunes de Revolución y en la revista Casa de las Américas, en La Gaceta de Cuba, en la revista Bohemia, en la Revista de la Comisión Cubana de la UNESCO y también en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica de México. Hay un aspecto poco divulgado de su trabajo como periodista. Calvert fue un buen crítico de teatro. En broma me decía que hubiera sido actor si no lo dominara la tartamudez.
Fue a partir de su regreso a Cuba que Calvert escribe la mayor parte y la mejor de su obra narrativa. Su libro de cuentos El regreso lo sitúa en la década del sesenta como uno de los tres mejores de esa generación que irrumpe unos años antes, pero que cobra coherencia y profundidad a partir del triunfo revolucionario de 1959. La prosa de Calvert —de una marcada influencia de los narradores norteamericanos— trae a nuestra narrativa un nuevo y propio perfil. Sus escritores norteamericanos preferidos eran Sherwood Anderson, Theodor Dreiser, Walt Whitman y Edgar Allan Poe. Por propia confesión y por evidencia literaria, fueron estos los escritores que dejaron una huella más profunda, sobre todo evidente en sus primeros cuentos. Y también los franceses Jean Paul Sartre y Albert Camus. Recuerdo cuando me regaló un ejemplar de El extranjero de Camus y me dijo que lo leyera con cuidado. Él lo consideraba un libro ejemplar. Y su casi devoción por el norteamericano Henry Miller al que le escribió un ensayo: Miller o la libertad, y al inglés D. H. Lawrence sobre el que escribió Notas sobre pornografía. Y he dejado para último, porque creo que fue una pasión constante en toda la vida de Calvert, su obsesión por José Martí. Comienza su ensayo Diálogo de vida y muerte así: “A la gran obsesión con la vida en Martí, responde otra obsesión igual, o más poderosa aún, la de la muerte. La suya es la muerte del héroe romántico en su más puro aspecto.” Para un innegable romántico como Calvert Casey esta empatía nunca fue superficial ni pasajera. Calvert tuvo, como Martí, dos obsesiones: la de la vida y por encima de esta la de la muerte. Así lo confiesa en su ensayo Diálogos de vida y muerte que es uno de sus más logrados trabajos ensayísticos.
En 1966 Calvert se vio forzado a salir de Cuba porque su condición de homosexual le molestaba a algunas personas. No fue ninguna exageración. Los que fuimos sus amigos sabemos que ciertas cosas difíciles de aceptar para una persona que se respete, como él siempre lo hizo, lo obligaron a tomar esa decisión que fue dolorosa, triste y que agudizó su tradicional angustia de siempre. Fue a Suiza de nuevo y finalmente encontró trabajo en Roma como traductor donde fijó su residencia. Materialmente vivía bien, pero tengo cartas suyas que reflejan su pésimo estado de ánimo, el desarraigo, la soledad que sentía. Aunque publicó en Barcelona su novela Notas de un simulador y tuvo una intensa relación amorosa, quizás demasiado intensa para aquel momento, había perdido la razón vital para vivir. Quizás Martha, mi mujer, y yo fuimos los últimos amigos cubanos que visitamos su casa antes de que se suicidara. Calvert era una persona extraordinaria, muy sensible, demasiado sensible para soportar la carga del exilio; demasiado frágil para ser sometido a pruebas tan difíciles y penosas. Esa cualidad fue la que lo llevó a la tumba.
Calvert Casey se suicidó en Roma el 16 de mayo de 1969 con una sobredosis de somniferos.
Piazza Morgana
Ya he entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado la orina, el excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonidos más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos. ¿Qué otra cosa podría desear un hombre? De una vez para siempre «emparadizado en ti». «Envejecemos juntos, dijiste», y así sucederá.
Mi suerte será envidiada por generaciones de amantes de todo el tiempo venidero, hasta el final de los Tiempos.
Se me ocurrió mientras te estabas afeitando un día, en una tregua de nuestros momentos de odio mutuo. La hoja te hizo un pequeño pero profundo corte en la barbilla. Mientras presionaba la herida para limpiarla, y tu sangre manaba de las venas cortadas, sentí un tremendo impulso de probarla.
A partir de ese instante, mi mente se deslizó por una pendiente irresistible, fuera ya de control. Esa noche y muchas noches más, mientras tú respirabas plácidamente en tu sueño, a mi lado, pensé en los rojizos y descarnados tejidos del estómago, cruzados y entrecruzados por venas, segregando sin cesar sus jugos a la menor provocación. Me vi a mí mismo tocando con temor los duros y rojizos tendones, el blanco interior de la espina dorsal, tu cerebro, tierno y palpitante, los musculados y carnosos tejidos de tu corazón, el revestimiento externo de tus huesos, tan rosado y sedoso, donde los vasos sanguíneos se entrelazan, haciendo surgir incesantemente nuevas células que reemplazan a las ya muertas. Vi los accesos de tu boca, la oscura incrustación de la lengua, y más allá, los frágiles cartílagos y cuerdas vocales de donde tu voz brota. Me preguntaba cómo sabría y olería todo ello, qué se sentiría al morder los tendones: lamer los huesos, mascar la tierna y delicada carne, desollar el escroto, vaciar la vejiga, hacer una incisión en el pene; tras haber desalojado previamente los pulmones, dejar que mi mejilla repose eternamente junto al tejido sanguinolento y descarnado de la caja toráxica; desplegar los largos y macizos músculos de las nalgas y muslos, alimentarme de ellos, llegar a probar todas tus glándulas, estar durante semanas a dieta del fluido genital; cada vez más ansioso, más anhelante, alimentarme, alimentarme, alimentarme lentamente de los tímpanos, los ojos, la lengua, roer la abertura rectal, utilizar tu pelo y todo el vello de tu cuerpo como seda dental, morder hasta el fondo de tus axilas, recobrar en los ganglios las energías perdidas, empezar a comer lentamente desde la punta de los dedos hacia arriba, hasta que los brazos desaparezcan, destapar la rótula y beber con paciencia y cuidado (no sea que se pierda una gota) los ricos lubricantes contenidos en sus junturas, desencajar el muslo, rajar el hueso y alimentarme de su médula toda una temporada deliciosa, engullir los ojos como se engulle un huevo, mirar las cuencas vacías noches y más noches, desquiciar los tobillos, alimentarme de los pies semanas y semanas, sacar fuerza de los ligamentos, lamer los tendones hasta que pierdan su color, arrancar las uñas de los pies y de las manos, mordisquearlas y sacarles el calcio una vez agotadas las reservas de los dientes. Pero, sobre todo, comer lentamente, deliberadamente y en un rapto fervoroso, desde el interior, allí donde el corazón late impasible, el sabroso tejido, rojo vivo, bajo los pezones ya hace tiempo digeridos.
Pero entonces cambié de opinión. Como ya dije antes, generaciones de amantes de todos los siglos venideros se morirán de envidia. Nos pudriremos juntos. Mientras escribo, viajando a placer, con indescriptible regocijo, por tu corriente sanguínea, después de un prolongado verano en los mastoides, siempre dispuesto a renunciar a los vasos linfáticos por las parótidas, sé que voy a estar contigo, viajar contigo, dormir contigo, soñar contigo, orinar y defecar contigo, pensar, llorar, alcanzar la senilidad, calentarme, enfriarme y calentarme otra vez, sentir, mirar, hacerme una paja, besar, matar, mimar, tirarme pedos, perder el color, sonrojarme, convertirme en cenizas, mentir, humillar a otros y a mí mismo, quedar desnudo, acuchillar, agostar, aguardar, aquejar, reír, robar, palpitar, trepidar, eyacular, entretenerme, escabullirme, rogar, caer, engañarte con otro, engañarte con dos, comerte con los ojos, comisquear, atizarte, chupar, alardear, sangrar, soplar contigo y a través de ti.
Mi proeza es tan completamente nueva y sin paralelos que aún no ha sido igualada. No tiene precedentes en la historia y quedará en los anales de la humanidad, para que no se olvide, hasta que toda huella de la existencia humana haya sido borrada de la tierra. Mi libertad de elección y residencia no tiene límites. He conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano, conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera, visado carta d'identità, nada de nada! Puedo establecerme a gusto mío en el pezón derecho, donde el remate de las venas y los nervios florece en una punta rosada, tierna y delicada. Allí puedo esperar indefinidamente. No tengo ninguna prisa especial. El tiempo ha sido obliterado. Tú eres el Tiempo. Fue sólo el siglo pasado cuando me agarré como un loco a las viscosas paredes de tu vejiga para evitar el ser arrastrado fuera. Así que puedo esperar, con máquina de escribir y todo, arrullarme hasta conciliar el sueño, bajo ese velloso y maravillosamente suave montículo de tu pecho, y esperar a que algún idiota me despierte y me haga cosquillas. Puedo escalar tu lengua y lamer y apretujarme en otra boca, alcanzando todas delicias que el cielo reserva. Y es entonces cuando me lanzo de cabeza por la espina dorsal, despidiendo un escalofrío tras otro de placer divino, hasta que tus pulsaciones laten de forma tan salvaje que me dejo arrastrar por el torrente y viajo a la velocidad de la luz dentro del espeso y vivificante fluido de tu sangre.
Pero sin prisa, sin prisa. A lo largo de días, semanas, meses, puedo alojarme en tu retina, emprender viajes de placer por la pupila con objeto de echar una ojeada al mundo exterior, mientras organizo metódicamente la más compleja e infinitamente más exigente excursión a tu cerebro. Qué placeres entonces, y qué gozo a medida que penetro en el laberinto gris, en el palpitante dédalo, aprovechando la ocasión para lamer los blancos tabiques membranosos, cuyo sabor difícilmente puede igualarse. La mayor Bolsa del mundo en el día del Crack, la estación ferroviaria más grande del mundo jamás podrían aproximarse a lo que está pasando dentro de tu cabeza.
¡Los deleites de la medulla oblongata! ¡Las ramificaciones infinitas de los arborum vitae! ¡Las ásperas caricias de la duramadre!
¿Cómo voy a empezar? ¡Cómo voy a empezar! ¿Cómo puedo entrar en ese aparente caos, en esa anarquía soberanamente ordenada, sin ser mortalmente aplastado (todo a su tiempo) por los millones de destructivos temblores, más veloces que el rayo y mucho más mortíferos? ¡Cómo voy a empezar! ¡Con amor! ¿Cómo, si no? ¡Con amor! Que el amor guíe mi exploración, mi viaje fabuloso, el viaje que ningún hombre ha emprendido hasta ahora; que él sea el hachón y la brújula que me ayuden a orientarme a través del espantoso laberinto rebosante de vibraciones, brincando y rebotando sin parar a una frecuencia fantástica.
Con muda reverencia inicio un viaje que a veces me va a llevar muy cerca de la superficie, a veces al corazón de una inmensidad perfectamente organizada. Consumiendo días, semanas, meses incluso, me meto en las profundidades; el periostio, la tabla externa, el diploe, la tabla interna, las suturas, la calvaria (próxima a la duramadre, en busca de calor y compasión). Pero una vez más: sin prisa, sin prisa. A su debido tiempo (¿qué importa el tiempo?) llegaré a la hoz del cerebro, a la encantadora blandura de la meninge, me doblaré por el nervio óptico, me estrujaré en el infundíbulo (¡el infundíbulo, oh Paradiso!), iré tanteando como un ciego la substancia negra, utilizando los dos brazos como antenas, como un murciélago, cruzaré a galope el puente de Verolio, como un niño feliz y juguetón, y, después de una larga zambullida en el acueducto de Silvio, iré a caer exhausto en la silla turca, faltándome ya el aire. Dormir, dormir es lo único que quiero después de esta primera etapa fatigosa de mi viaje. ¡El tálamo, el tálamo! ¿Dónde está el tálamo después de los horrores del claustro, y la luz lunar del globus pallidus? Tremendas reverberaciones me suben por todo el cuerpo, cargadas de electricidad. Dormir, dormir... ¿Quién es capaz de dormir cuando el patético está tan cercano, y he de tomar un largo desvío tal de no eliminar para siempre tus fuentes de compasión?
Si la emoción me vence, siempre puedo encontrar refugio en el silencio de la substancia gris. Pero no por mucho tiempo, no por mucho tiempo. ¿Quién desea silencio ahora que he llegado a lo más hondo de tu cerebro? Que las rugientes ondas que vienen de los tímpanos me ensordezcan para toda la vida. ¡Qué más da! ¿Acaso no he dicho que he venido a quedarme? Siempre estará el nervio olfatorio para guarecerse cuando falle todo lo demás. ¡Qué riqueza de olores para triscar eternamente! Y siempre están los senos para una completa protección. Alguien está martilleando en la porción petrosa. Que martillee. Hay sitio para todos. Y si se pone desagradable, una buena patada en el culo y que se pierda en la insondable profundidad de las fosas. ¡Sería una tumba bulliciosa! Nadie ha llegado aquí; nadie ha ido tan lejos y sobrevivido a las ondas destructivas de las neuronas, que llegan de todos lados, a la presión tremenda, la terrible carga y descarga, el soberanamente armonioso, soberanamente enloquecedor tutti. Nada más salir sano y salvo volveré a entrar una y otra vez en el infierno gris, el cielo sofocado, para escuchar el mortífero rugido que nadie ha oído sin ser por ello asesinado.
Pero, como dije antes, es en tu corriente sanguínea donde logro el estado de dicha suprema reservado a los elegidos y a los justos. Me revuelco en su interior, retozo, trisco, me elevo a míticas alturas, alcanzo lo definitivo, me transformo, dejo de ser. Ya no soy yo mismo. Soy tu sangre: alimento tus pulsaciones, cruzo y vuelvo a cruzar el umbral de tu corazón, me deslizo arriba y abajo, me abalanzo del ventrículo al aurículo, hago tiempo en el atrio, paso de la vena a la arteria y regreso a la vena, hago el recorrido de los pulmones y emprendo de nuevo el camino de tu corazón. ¡Tu corazón! ¡Por fin soy yo tu corazón! No sólo el vello suave de tu pubis sino también tu corazón. Sono il tuo sangue! Quello que senti rimbalzarti dentro, questi brividi, questa strana gioia, questa paura, questa bramosia, sono io, sono io, galleggiante nelle tue arterie, e la carne che rammenta, dorenavanti rammeneiamo insieme per l’eternità, amore, amore, pauroso amore mio! No has de tener miedo, nunca volveremos a sentir la soledad, la terrible, vergonzosa soledad de la carne. La soledad se ha ido para siempre, desechada, expulsada, suprimida, quemada, enterrada. ¿Me estás oyendo? ¿Me oyes surcar tu sangre a toda velocidad cantando y gritando a pleno pulmón, entonando extrañas canciones de gozo, sollozando, gimoteando, gimiendo en un frenesí de felicidad que ningún ser humano ha conocido antes? Sono io, sono io! Moriré contigo me convertiré en sustancia inanimada, recorreré toda la gama de la existencia pre-orgánica y post-orgánica, y renaceré una y otra vez, un millón de veces, ad infinitum, contigo.
Cuando estoy de un talante menos intelectual, más emprendedor, me adentro en largos safaris por tu flora intestinal.
La vena porta abre sus puertas de par en par y yo me cuelo en la copiosa oscuridad. Podría tomar un atajo por el mesentérico, pero prefiero el camino menos recto, que me hace estremecer de expectación.
Después de un largo descenso me encuentro en el más profundo misterio. Ni las cuencas amazónicas ni las vertientes nigerianas podrían nunca igualar su caudal. Para hallar semejante uno tendría que retroceder a los días en que las fuentes del Nilo eran desconocidas, o incluso antes, mucho antes, cuando el gran río empezó a fluir, al principio sólo una estrecha corriente, que serpenteaba por el fondo de una espantosa hendidura, y que después crecía, algunos millones de años después, hasta convertirse en un tranquilo arroyo de mediano tamaño, eternidades antes de que el hombre llegara con los ojos vidriosos.
A medida que voy penetrando en las profundidades de la jungla, me siento incesantemente atraído, ceñido y rechazado por las miríadas de formas, los seres tentaculares del bosque inexplorado, las minúsculas y monstruosas flores, el interminable proceso de creación y destrucción, los mil círculos kárnicos que nadie habría sospechado encontrar aquí abajo, repitiéndose millones de veces a lo largo del largo descenso.
Podría seguir escribiendo sin parar sobre mi travesía de los pliegues semilunares, la luz opalescente donde las criaturas más extrañas, medio-animales, medio-vegetales, se abren y se cierran, se degeneran y regeneran, se abren las entrañas en suicidios masivos, sólo para intercambiar fragmentos y reunirse segundos más tarde. Esa parte de mi viaje dura años, de tan fuerte como es la fascinación del destello malsano, que adopta sutilmente matices diferentes bajo cada pliegue. Me dejo abrazar por los billones de criaturas que pululan en mi interior, apiñándose en el espeso jugo en el que yo nado silenciosamente. Elegí una al azar, tal vez la más atractiva, tal vez la más horrenda, y dejo que me sumerja y me trague como un corpúsculo devorado por una célula blanca. Qué quietud infinita, qué paz ahora... ¿Cómo es posible que nunca hubiese pensado en esto? ¡Esto sí que es felicidad! No hay otra palabra. En la profundidad del pliegue más recóndito la he encontrado. Esto cancela y borra años de búsqueda inútil. Soy feliz. ¡A1 fin!
Ni un sonido, ni una simple regurgitación se escapa del lugar remoto adonde he llegado. Es el silencio de los abismos oceánicos, siempre conjeturados, siempre inescrutables. Únicamente aquí puedo ser yo mismo. Apacible e interminablemente, giro entre los silenciosos tropeles que entran y salen por cada orificio de mi cuerpo. Millones de muertes y nacimientos se suceden sin un lamento, sin un estertor, sin nada.
En un cruce, después de resbalar a lo largo de meses en una agonía mortal por el casi impracticable sigmoide, el paisaje cambia abruptamente. Qué quietud de la Umbría entre estos árboles del tamaño de un mamut, repentinamente desproporcionados respecto a cualquier especie imaginable de cualquier reino. El interminable proceso de tragar y devolver se detiene y otro, mil veces más mortífero y más majestuoso, comienza. Me siento perdido en este bosque de gigantes que avanzan lentamente abrazando a traición, ignorándome completamente en su grandeza. Camino pegado a lo que tomo por un muro del bosque hundido, hasta que descubro que he despertado a otro gigante y tengo que salir disparado para salvar la piel. (Ahora podría tomarme un respiro antes de que fuese demasiado tarde, y hacer el largo viaje de descenso a la punta de tu polla con una breve escala dentro de los testículos, que podría llegar a convertirse en una prolongada estancia, primero en el derecho, después en el izquierdo, ya que siempre es grato un cambio de altitud. ¿Quién podría detenerme, excepto la muerte, y sería, en ese caso, nuestra muerte? Y si decidiera hibernar en el glande, dormir para siempre dentro del prepucio, reservar un espacio debajo de la túnica, podría hacerlo, pero tomo otra decisión). La muerte está aquí mismo, al igual que la vida, y es aquí donde me siento más próximo a ti. Podrían poner en pie de guerra ejércitos enteros, legiones de carros blindados, aviones muy bien abastecidos y muy modernizados vomitando fuego para desalojarme de aquí. De nada serviría. Esto es el Paraíso. Lo he hallado. Al contrario que a Colón, no se me reexpedirá atado de pies en una sentina. Tampoco habrá un Canossa para mí. He entrado en el Reino de los Cielos y he tomado posesión de él con todo orgullo. Ésta es mi concesión privada, mi heredad, mi feudo. No me marcharé.
Humberto Arenal / Encuentros
Héctor gamboa / Escritores Suicidas
Aquel adolescente siempre siguió siendo tímido, tartamudo, muy sensible, un poco triste, amable, educado y otras cosas más. Su nombre y apellidos resultaban muy extraños, llamarse Calvert Casey era una cosa desusada, casi un reto. Y todavía más que esa persona tuviera un aire intelectual y ausente. Supongo que yo estaba tan prejuiciado en su contra como los demás. Para la mayoría era un tipo raro, sorprendente. Y eso ha sido siempre así en Cuba —y quizás en el mundo— difícil de aceptar. Calvert soportaba nuestros comentarios con indulgencia y nunca lo vi contestar de mala forma las preguntas tontas y los comentarios solapados que casi siempre le dirigíamos. Por lo demás, nunca hizo mucho por ganarse la amistad y la simpatía de sus compañeros. Parece que siempre aspiró a ser aceptado sin condiciones. Y este es un reto que se puede convertir, para algunos, en un desafío amenazador. Pero el duelo irregular nunca se produjo, pues a pesar de todo Calvert tenía sus armas secretas para ganarse amigos, aunque muy lentamente. La confianza criolla se encargó de borrar las diferencias.
El nombre Calvert se lo convertimos en Calvito, y aunque era una forma de choteo cubano, también lo fue de afecto y cercanía.
La sorpresa grande fue cuando publicó un libro de relatos titulado Los paseantes, con el seudónimo bastante pomposo de José de América. Yo no recuerdo casi nada de este libro que compré o él me regaló en algún momento. Pero recuerdo con bastante nitidez la sorpresa y los comentados que provocó. Iban desde burlas descamadas, a la justa sorpresa de que uno de nosotros fuera capaz no solo de escribir un libro sino de publicarlo. De todos modos creo que Calvert ganó algunos puntos en nuestra estimación.
Diez años después comentábamos Carlvert y yo en Nueva York lo que representó el libro para él. Decía que entonces quiso mucho ese libro —sonriendo con indulgencia— pues significó algo más que eso, no fue simplemente un libro, fue una forma de autodefinición, de osadía, de enfrentamiento y a la vez una búsqueda de reconocimiento. Después pasó una etapa en que lo ocultaba avergonzado. No le hablaba a nadie de él. No quería que se mencionara. Y después lentamente fue ocupando el lugar que merecía. Creía que había vuelto a quererlo, de una manera distinta, por supuesto.
Nos reencontramos años después en Montreal, Canadá; donde ya empezaba su larga carrera de traductor e intérprete. Había aprendido inglés desde su adolescencia y después francés. Se desenvolvía bien en esos idiomas y nunca le faltaron posibilidades de trabajo “en ese duro oficio que me disgusta”, como le gustaba decir. A pesar de todo, prefirió durante esos años traducir a escribir. En algún momento pensó que no tenía nada importante que decir y se refugió en las traducciones. “Tengo que acumular vivencias. Me he pasado muchos años imaginando la vida”, decía entonces. Nos hablaba de distintas gentes con admiración y curiosidad. Parecía que estuviera descubriendo el valor de la experiencia directa con seres humanos muy variados. Tambièn hablaba de los primeros amores. Hablar de amores en esa época era encubrirlos con frases inmateriales y asexuadas, sublimadas por su imaginación de siempre. Yo le comentaba a Olga, mi mujer —que era familiar suyo—, que parecía que no estuviera hablando de seres vivos de carne y hueso. Años después supimos por qué había adoptado ese tono glorificado.
Después fue a Europa. Sé que estuvo en Francia y en Suiza. Tal vez en Italia, a donde volvió al final de su vida.
Una vez escribió Manuel Azaña —el político y escritor español— que “postergar el amor es un crimen contra la vida”. Calvert Casey se reprochaba en Nueva York, donde nos encontramos años después (debe haber sido en 1950), que hasta que fue a Europa no conoció el verdadero amor. No era tarde, tenía un poco más de veinticinco años, pero durante la primera parte de su vida fue un hecho oculto, vergonzoso, inmoral, al que había que negarle autenticidad y trascendencia. Parecen grandes palabras acumuladas en tan corto espacio para juzgar una conducta. Pero así fue como el propio Calvert nos las expresó en una carta que nos envió a mi mujer y a mí, y que siento no tener ahora, pues hubiera sido un interesante documento. En esa carta nos decía todas esas cosas y justificaba así su ausencia durante meses de nuestra casa por una sola razón: nos había estado ocultando durante mucho tiempo su condición de homosexual.
En verdad, nosotros lo sabíamos desde hacía bastante tiempo sin que nadie nos lo hubiera dicho. Y no porque él tuviera una conducta escandalosa ni hiciera ostentación de su condición sexual. Nunca actuó así, ni antes ni después. Pero ya sabemos todos lo difícil que es hacer una confesión de ese tipo en una sociedad que condena, y sigue condenando, cualquier práctica pederasta. Entonces era peor que ahora. Para disipar cualquier duda o malentendido, le escribí una carta en la que le decía que apreciábamos mucho su sinceridad, le recordaba lo que él sabia, que siempre lo habíamos respetado y apreciado mucho como amigo, y en síntesis que nada había cambiado. Y sin protocolo, cuando él regresó, lo invitamos a comer un arroz con pollo con vino chileno que era uno de sus platos favoritos.
Entre tartamudeos y risas nos habló con franqueza de lo que no debió de haber sido nunca un secreto. Creo que nuestra amistad se fortaleció más a partir de entonces.
Pienso que desde el punto de vista literario la estancia de Calvert en Nueva York fue muy fructífera. Recuerdo un cuento que publicó en inglés en The New Mexico Quaterly y a partir de 1956 comenzó a publicar en la revista cubana Ciclón. Después del triunfo revolucionario colaboró en Lunes de Revolución y en la revista Casa de las Américas, en La Gaceta de Cuba, en la revista Bohemia, en la Revista de la Comisión Cubana de la UNESCO y también en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica de México. Hay un aspecto poco divulgado de su trabajo como periodista. Calvert fue un buen crítico de teatro. En broma me decía que hubiera sido actor si no lo dominara la tartamudez.
Fue a partir de su regreso a Cuba que Calvert escribe la mayor parte y la mejor de su obra narrativa. Su libro de cuentos El regreso lo sitúa en la década del sesenta como uno de los tres mejores de esa generación que irrumpe unos años antes, pero que cobra coherencia y profundidad a partir del triunfo revolucionario de 1959. La prosa de Calvert —de una marcada influencia de los narradores norteamericanos— trae a nuestra narrativa un nuevo y propio perfil. Sus escritores norteamericanos preferidos eran Sherwood Anderson, Theodor Dreiser, Walt Whitman y Edgar Allan Poe. Por propia confesión y por evidencia literaria, fueron estos los escritores que dejaron una huella más profunda, sobre todo evidente en sus primeros cuentos. Y también los franceses Jean Paul Sartre y Albert Camus. Recuerdo cuando me regaló un ejemplar de El extranjero de Camus y me dijo que lo leyera con cuidado. Él lo consideraba un libro ejemplar. Y su casi devoción por el norteamericano Henry Miller al que le escribió un ensayo: Miller o la libertad, y al inglés D. H. Lawrence sobre el que escribió Notas sobre pornografía. Y he dejado para último, porque creo que fue una pasión constante en toda la vida de Calvert, su obsesión por José Martí. Comienza su ensayo Diálogo de vida y muerte así: “A la gran obsesión con la vida en Martí, responde otra obsesión igual, o más poderosa aún, la de la muerte. La suya es la muerte del héroe romántico en su más puro aspecto.” Para un innegable romántico como Calvert Casey esta empatía nunca fue superficial ni pasajera. Calvert tuvo, como Martí, dos obsesiones: la de la vida y por encima de esta la de la muerte. Así lo confiesa en su ensayo Diálogos de vida y muerte que es uno de sus más logrados trabajos ensayísticos.
En 1966 Calvert se vio forzado a salir de Cuba porque su condición de homosexual le molestaba a algunas personas. No fue ninguna exageración. Los que fuimos sus amigos sabemos que ciertas cosas difíciles de aceptar para una persona que se respete, como él siempre lo hizo, lo obligaron a tomar esa decisión que fue dolorosa, triste y que agudizó su tradicional angustia de siempre. Fue a Suiza de nuevo y finalmente encontró trabajo en Roma como traductor donde fijó su residencia. Materialmente vivía bien, pero tengo cartas suyas que reflejan su pésimo estado de ánimo, el desarraigo, la soledad que sentía. Aunque publicó en Barcelona su novela Notas de un simulador y tuvo una intensa relación amorosa, quizás demasiado intensa para aquel momento, había perdido la razón vital para vivir. Quizás Martha, mi mujer, y yo fuimos los últimos amigos cubanos que visitamos su casa antes de que se suicidara. Calvert era una persona extraordinaria, muy sensible, demasiado sensible para soportar la carga del exilio; demasiado frágil para ser sometido a pruebas tan difíciles y penosas. Esa cualidad fue la que lo llevó a la tumba.
Calvert Casey se suicidó en Roma el 16 de mayo de 1969 con una sobredosis de somniferos.
Piazza Morgana
Ya he entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado la orina, el excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonidos más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos. ¿Qué otra cosa podría desear un hombre? De una vez para siempre «emparadizado en ti». «Envejecemos juntos, dijiste», y así sucederá.
Mi suerte será envidiada por generaciones de amantes de todo el tiempo venidero, hasta el final de los Tiempos.
Se me ocurrió mientras te estabas afeitando un día, en una tregua de nuestros momentos de odio mutuo. La hoja te hizo un pequeño pero profundo corte en la barbilla. Mientras presionaba la herida para limpiarla, y tu sangre manaba de las venas cortadas, sentí un tremendo impulso de probarla.
A partir de ese instante, mi mente se deslizó por una pendiente irresistible, fuera ya de control. Esa noche y muchas noches más, mientras tú respirabas plácidamente en tu sueño, a mi lado, pensé en los rojizos y descarnados tejidos del estómago, cruzados y entrecruzados por venas, segregando sin cesar sus jugos a la menor provocación. Me vi a mí mismo tocando con temor los duros y rojizos tendones, el blanco interior de la espina dorsal, tu cerebro, tierno y palpitante, los musculados y carnosos tejidos de tu corazón, el revestimiento externo de tus huesos, tan rosado y sedoso, donde los vasos sanguíneos se entrelazan, haciendo surgir incesantemente nuevas células que reemplazan a las ya muertas. Vi los accesos de tu boca, la oscura incrustación de la lengua, y más allá, los frágiles cartílagos y cuerdas vocales de donde tu voz brota. Me preguntaba cómo sabría y olería todo ello, qué se sentiría al morder los tendones: lamer los huesos, mascar la tierna y delicada carne, desollar el escroto, vaciar la vejiga, hacer una incisión en el pene; tras haber desalojado previamente los pulmones, dejar que mi mejilla repose eternamente junto al tejido sanguinolento y descarnado de la caja toráxica; desplegar los largos y macizos músculos de las nalgas y muslos, alimentarme de ellos, llegar a probar todas tus glándulas, estar durante semanas a dieta del fluido genital; cada vez más ansioso, más anhelante, alimentarme, alimentarme, alimentarme lentamente de los tímpanos, los ojos, la lengua, roer la abertura rectal, utilizar tu pelo y todo el vello de tu cuerpo como seda dental, morder hasta el fondo de tus axilas, recobrar en los ganglios las energías perdidas, empezar a comer lentamente desde la punta de los dedos hacia arriba, hasta que los brazos desaparezcan, destapar la rótula y beber con paciencia y cuidado (no sea que se pierda una gota) los ricos lubricantes contenidos en sus junturas, desencajar el muslo, rajar el hueso y alimentarme de su médula toda una temporada deliciosa, engullir los ojos como se engulle un huevo, mirar las cuencas vacías noches y más noches, desquiciar los tobillos, alimentarme de los pies semanas y semanas, sacar fuerza de los ligamentos, lamer los tendones hasta que pierdan su color, arrancar las uñas de los pies y de las manos, mordisquearlas y sacarles el calcio una vez agotadas las reservas de los dientes. Pero, sobre todo, comer lentamente, deliberadamente y en un rapto fervoroso, desde el interior, allí donde el corazón late impasible, el sabroso tejido, rojo vivo, bajo los pezones ya hace tiempo digeridos.
Pero entonces cambié de opinión. Como ya dije antes, generaciones de amantes de todos los siglos venideros se morirán de envidia. Nos pudriremos juntos. Mientras escribo, viajando a placer, con indescriptible regocijo, por tu corriente sanguínea, después de un prolongado verano en los mastoides, siempre dispuesto a renunciar a los vasos linfáticos por las parótidas, sé que voy a estar contigo, viajar contigo, dormir contigo, soñar contigo, orinar y defecar contigo, pensar, llorar, alcanzar la senilidad, calentarme, enfriarme y calentarme otra vez, sentir, mirar, hacerme una paja, besar, matar, mimar, tirarme pedos, perder el color, sonrojarme, convertirme en cenizas, mentir, humillar a otros y a mí mismo, quedar desnudo, acuchillar, agostar, aguardar, aquejar, reír, robar, palpitar, trepidar, eyacular, entretenerme, escabullirme, rogar, caer, engañarte con otro, engañarte con dos, comerte con los ojos, comisquear, atizarte, chupar, alardear, sangrar, soplar contigo y a través de ti.
Mi proeza es tan completamente nueva y sin paralelos que aún no ha sido igualada. No tiene precedentes en la historia y quedará en los anales de la humanidad, para que no se olvide, hasta que toda huella de la existencia humana haya sido borrada de la tierra. Mi libertad de elección y residencia no tiene límites. He conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano, conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera, visado carta d'identità, nada de nada! Puedo establecerme a gusto mío en el pezón derecho, donde el remate de las venas y los nervios florece en una punta rosada, tierna y delicada. Allí puedo esperar indefinidamente. No tengo ninguna prisa especial. El tiempo ha sido obliterado. Tú eres el Tiempo. Fue sólo el siglo pasado cuando me agarré como un loco a las viscosas paredes de tu vejiga para evitar el ser arrastrado fuera. Así que puedo esperar, con máquina de escribir y todo, arrullarme hasta conciliar el sueño, bajo ese velloso y maravillosamente suave montículo de tu pecho, y esperar a que algún idiota me despierte y me haga cosquillas. Puedo escalar tu lengua y lamer y apretujarme en otra boca, alcanzando todas delicias que el cielo reserva. Y es entonces cuando me lanzo de cabeza por la espina dorsal, despidiendo un escalofrío tras otro de placer divino, hasta que tus pulsaciones laten de forma tan salvaje que me dejo arrastrar por el torrente y viajo a la velocidad de la luz dentro del espeso y vivificante fluido de tu sangre.
Pero sin prisa, sin prisa. A lo largo de días, semanas, meses, puedo alojarme en tu retina, emprender viajes de placer por la pupila con objeto de echar una ojeada al mundo exterior, mientras organizo metódicamente la más compleja e infinitamente más exigente excursión a tu cerebro. Qué placeres entonces, y qué gozo a medida que penetro en el laberinto gris, en el palpitante dédalo, aprovechando la ocasión para lamer los blancos tabiques membranosos, cuyo sabor difícilmente puede igualarse. La mayor Bolsa del mundo en el día del Crack, la estación ferroviaria más grande del mundo jamás podrían aproximarse a lo que está pasando dentro de tu cabeza.
¡Los deleites de la medulla oblongata! ¡Las ramificaciones infinitas de los arborum vitae! ¡Las ásperas caricias de la duramadre!
¿Cómo voy a empezar? ¡Cómo voy a empezar! ¿Cómo puedo entrar en ese aparente caos, en esa anarquía soberanamente ordenada, sin ser mortalmente aplastado (todo a su tiempo) por los millones de destructivos temblores, más veloces que el rayo y mucho más mortíferos? ¡Cómo voy a empezar! ¡Con amor! ¿Cómo, si no? ¡Con amor! Que el amor guíe mi exploración, mi viaje fabuloso, el viaje que ningún hombre ha emprendido hasta ahora; que él sea el hachón y la brújula que me ayuden a orientarme a través del espantoso laberinto rebosante de vibraciones, brincando y rebotando sin parar a una frecuencia fantástica.
Con muda reverencia inicio un viaje que a veces me va a llevar muy cerca de la superficie, a veces al corazón de una inmensidad perfectamente organizada. Consumiendo días, semanas, meses incluso, me meto en las profundidades; el periostio, la tabla externa, el diploe, la tabla interna, las suturas, la calvaria (próxima a la duramadre, en busca de calor y compasión). Pero una vez más: sin prisa, sin prisa. A su debido tiempo (¿qué importa el tiempo?) llegaré a la hoz del cerebro, a la encantadora blandura de la meninge, me doblaré por el nervio óptico, me estrujaré en el infundíbulo (¡el infundíbulo, oh Paradiso!), iré tanteando como un ciego la substancia negra, utilizando los dos brazos como antenas, como un murciélago, cruzaré a galope el puente de Verolio, como un niño feliz y juguetón, y, después de una larga zambullida en el acueducto de Silvio, iré a caer exhausto en la silla turca, faltándome ya el aire. Dormir, dormir es lo único que quiero después de esta primera etapa fatigosa de mi viaje. ¡El tálamo, el tálamo! ¿Dónde está el tálamo después de los horrores del claustro, y la luz lunar del globus pallidus? Tremendas reverberaciones me suben por todo el cuerpo, cargadas de electricidad. Dormir, dormir... ¿Quién es capaz de dormir cuando el patético está tan cercano, y he de tomar un largo desvío tal de no eliminar para siempre tus fuentes de compasión?
Si la emoción me vence, siempre puedo encontrar refugio en el silencio de la substancia gris. Pero no por mucho tiempo, no por mucho tiempo. ¿Quién desea silencio ahora que he llegado a lo más hondo de tu cerebro? Que las rugientes ondas que vienen de los tímpanos me ensordezcan para toda la vida. ¡Qué más da! ¿Acaso no he dicho que he venido a quedarme? Siempre estará el nervio olfatorio para guarecerse cuando falle todo lo demás. ¡Qué riqueza de olores para triscar eternamente! Y siempre están los senos para una completa protección. Alguien está martilleando en la porción petrosa. Que martillee. Hay sitio para todos. Y si se pone desagradable, una buena patada en el culo y que se pierda en la insondable profundidad de las fosas. ¡Sería una tumba bulliciosa! Nadie ha llegado aquí; nadie ha ido tan lejos y sobrevivido a las ondas destructivas de las neuronas, que llegan de todos lados, a la presión tremenda, la terrible carga y descarga, el soberanamente armonioso, soberanamente enloquecedor tutti. Nada más salir sano y salvo volveré a entrar una y otra vez en el infierno gris, el cielo sofocado, para escuchar el mortífero rugido que nadie ha oído sin ser por ello asesinado.
Pero, como dije antes, es en tu corriente sanguínea donde logro el estado de dicha suprema reservado a los elegidos y a los justos. Me revuelco en su interior, retozo, trisco, me elevo a míticas alturas, alcanzo lo definitivo, me transformo, dejo de ser. Ya no soy yo mismo. Soy tu sangre: alimento tus pulsaciones, cruzo y vuelvo a cruzar el umbral de tu corazón, me deslizo arriba y abajo, me abalanzo del ventrículo al aurículo, hago tiempo en el atrio, paso de la vena a la arteria y regreso a la vena, hago el recorrido de los pulmones y emprendo de nuevo el camino de tu corazón. ¡Tu corazón! ¡Por fin soy yo tu corazón! No sólo el vello suave de tu pubis sino también tu corazón. Sono il tuo sangue! Quello que senti rimbalzarti dentro, questi brividi, questa strana gioia, questa paura, questa bramosia, sono io, sono io, galleggiante nelle tue arterie, e la carne che rammenta, dorenavanti rammeneiamo insieme per l’eternità, amore, amore, pauroso amore mio! No has de tener miedo, nunca volveremos a sentir la soledad, la terrible, vergonzosa soledad de la carne. La soledad se ha ido para siempre, desechada, expulsada, suprimida, quemada, enterrada. ¿Me estás oyendo? ¿Me oyes surcar tu sangre a toda velocidad cantando y gritando a pleno pulmón, entonando extrañas canciones de gozo, sollozando, gimoteando, gimiendo en un frenesí de felicidad que ningún ser humano ha conocido antes? Sono io, sono io! Moriré contigo me convertiré en sustancia inanimada, recorreré toda la gama de la existencia pre-orgánica y post-orgánica, y renaceré una y otra vez, un millón de veces, ad infinitum, contigo.
Cuando estoy de un talante menos intelectual, más emprendedor, me adentro en largos safaris por tu flora intestinal.
La vena porta abre sus puertas de par en par y yo me cuelo en la copiosa oscuridad. Podría tomar un atajo por el mesentérico, pero prefiero el camino menos recto, que me hace estremecer de expectación.
Después de un largo descenso me encuentro en el más profundo misterio. Ni las cuencas amazónicas ni las vertientes nigerianas podrían nunca igualar su caudal. Para hallar semejante uno tendría que retroceder a los días en que las fuentes del Nilo eran desconocidas, o incluso antes, mucho antes, cuando el gran río empezó a fluir, al principio sólo una estrecha corriente, que serpenteaba por el fondo de una espantosa hendidura, y que después crecía, algunos millones de años después, hasta convertirse en un tranquilo arroyo de mediano tamaño, eternidades antes de que el hombre llegara con los ojos vidriosos.
A medida que voy penetrando en las profundidades de la jungla, me siento incesantemente atraído, ceñido y rechazado por las miríadas de formas, los seres tentaculares del bosque inexplorado, las minúsculas y monstruosas flores, el interminable proceso de creación y destrucción, los mil círculos kárnicos que nadie habría sospechado encontrar aquí abajo, repitiéndose millones de veces a lo largo del largo descenso.
Podría seguir escribiendo sin parar sobre mi travesía de los pliegues semilunares, la luz opalescente donde las criaturas más extrañas, medio-animales, medio-vegetales, se abren y se cierran, se degeneran y regeneran, se abren las entrañas en suicidios masivos, sólo para intercambiar fragmentos y reunirse segundos más tarde. Esa parte de mi viaje dura años, de tan fuerte como es la fascinación del destello malsano, que adopta sutilmente matices diferentes bajo cada pliegue. Me dejo abrazar por los billones de criaturas que pululan en mi interior, apiñándose en el espeso jugo en el que yo nado silenciosamente. Elegí una al azar, tal vez la más atractiva, tal vez la más horrenda, y dejo que me sumerja y me trague como un corpúsculo devorado por una célula blanca. Qué quietud infinita, qué paz ahora... ¿Cómo es posible que nunca hubiese pensado en esto? ¡Esto sí que es felicidad! No hay otra palabra. En la profundidad del pliegue más recóndito la he encontrado. Esto cancela y borra años de búsqueda inútil. Soy feliz. ¡A1 fin!
Ni un sonido, ni una simple regurgitación se escapa del lugar remoto adonde he llegado. Es el silencio de los abismos oceánicos, siempre conjeturados, siempre inescrutables. Únicamente aquí puedo ser yo mismo. Apacible e interminablemente, giro entre los silenciosos tropeles que entran y salen por cada orificio de mi cuerpo. Millones de muertes y nacimientos se suceden sin un lamento, sin un estertor, sin nada.
En un cruce, después de resbalar a lo largo de meses en una agonía mortal por el casi impracticable sigmoide, el paisaje cambia abruptamente. Qué quietud de la Umbría entre estos árboles del tamaño de un mamut, repentinamente desproporcionados respecto a cualquier especie imaginable de cualquier reino. El interminable proceso de tragar y devolver se detiene y otro, mil veces más mortífero y más majestuoso, comienza. Me siento perdido en este bosque de gigantes que avanzan lentamente abrazando a traición, ignorándome completamente en su grandeza. Camino pegado a lo que tomo por un muro del bosque hundido, hasta que descubro que he despertado a otro gigante y tengo que salir disparado para salvar la piel. (Ahora podría tomarme un respiro antes de que fuese demasiado tarde, y hacer el largo viaje de descenso a la punta de tu polla con una breve escala dentro de los testículos, que podría llegar a convertirse en una prolongada estancia, primero en el derecho, después en el izquierdo, ya que siempre es grato un cambio de altitud. ¿Quién podría detenerme, excepto la muerte, y sería, en ese caso, nuestra muerte? Y si decidiera hibernar en el glande, dormir para siempre dentro del prepucio, reservar un espacio debajo de la túnica, podría hacerlo, pero tomo otra decisión). La muerte está aquí mismo, al igual que la vida, y es aquí donde me siento más próximo a ti. Podrían poner en pie de guerra ejércitos enteros, legiones de carros blindados, aviones muy bien abastecidos y muy modernizados vomitando fuego para desalojarme de aquí. De nada serviría. Esto es el Paraíso. Lo he hallado. Al contrario que a Colón, no se me reexpedirá atado de pies en una sentina. Tampoco habrá un Canossa para mí. He entrado en el Reino de los Cielos y he tomado posesión de él con todo orgullo. Ésta es mi concesión privada, mi heredad, mi feudo. No me marcharé.
Humberto Arenal / Encuentros
Héctor gamboa / Escritores Suicidas
lunes, 16 de marzo de 2009
Escritores suicidas / La lucha contra el demonio
Cuando las neurosis aparecen y conforman cuadros agudos y problemáticos, llámense esquizofrenias o paranoias, y atacan a personas que no tienen la fuerza para sustraerse a este tipo de presiones, el futuro pierde toda proporción y disminuyen las posibilidades de supervivencia. Entonces el individuo, presa fácil de inclinaciones necrófilas, comienza a preguntarse si tiene sentido su existencia. Con esta visión deforme de la realidad, el impulso vital mengua, aparecen los olvidos y otra serie de mecanismos del yo y del subconsciente que se convierten en justificaciones para una decisión desesperada.
La palabra procede de sui, “de si mismo”, y caedere, “matar”: matarse a sí mismo.
El sociólogo francés Émile Durkheim la define así: Se llama suicidio a todo caso de muerte que resulta directa o indirectamente de un acto positivo o negativo, ejecutado por la propia víctima, a sabiendas de que habría de producir este resultado.
El suicidio directo, o negativo, es siempre intrínsecamente malo, es siempre pecaminoso; pero el suicidio indirecto, o positivo, no lo es. El suicidio directo es aquel en que el ser humano busca mediante un acto suyo causarse la muerte; mientras en el indirecto, la persona se da muerte sin procurarla libremente.
Partiendo de que el hombre es un ente que vive y se organiza en colectividad, cada una de sus costumbres estará siempre cerca de la imitación, es decir, propensa a un contagio. Wilhelm Reich explica estos fenómenos y les denomina globalmente “psicología de masas”; explica cómo el hombre está expuesto a las modas: en la ropa, en el estilo de pinado y también en el suicidio.
Algo de historia
H.G. Morgan, en su conocida obra ¿Deseos de muerte?, dice que el suicidio se ha producido en todos los grupos y en todas las sociedades de las que existe testimonio documental y que su significado preciso siempre ha intrigado al hombre.
Las razones del suicidio reflejan las condiciones sociales particulares que prevalecen en determinada época. En tiempos de los judíos de la antigüedad, los griegos y romanos, las circunstancias que comúnmente empujaban al suicidio eran militares o políticas, como la necesidad de preservar el honor, o de evitar la captura, la humillación y la muerte infame. Ocasionalmente el suicidio podría obedecer a una lealtad fervorosa, como entre los soldados cuando moría su jefe, o como en la costumbre hindú de inmolara las esposas en la pira tras la muerte del cónyuge. El suicidio ejerció una fascinación intensa sobre los cristianos durante los tres primeros siglos de nuestra era. Los primeros cristianos con frecuencia eligieron el martirio voluntario; de hecho, lo aceptaban con tal entusiasmo que muchas veces fue causa de vergüenza para sus opresores. Desde luego, tenían un aliciente considerable en sus creencias religiosas: alcanzar la vida eterna en el otro mundo.
La actitud de los hombres ante la muerte no ha sido la misma a través de los tiempos; cuando un hombre de hoy habla de su muerte, piensa que si le fuera dado escogería una muerte súbita, sin dolor, como un leve sueño. El hombre del medioevo se sentiría aterrado de ello, porque como lo expresa el padre de Hamlet, en la famosa obra de Shakespeare, moriría "en la flor del pecado"; por eso el hombre de la Edad Media prefería un tiempo de arrepentimiento y de balance de sus deudas con Dios y con los hombres, inclusive en las oraciones medievales se rezaba "líbranos Señor de la muerte repentina".
Los ejemplos históricos de este fenómeno pueden ayudar a entender mecanismos sociales que quizá desempeñen un papel en los suicidios de hoy. Las actitudes hacia el suicidio han variado considerablemente con el tiempo y de una sociedad a otra y sus reacciones se han caracterizado por su arbitrariedad y ambivalencia. De cualquier momento de la Historia existen testimonios de debates sobre la naturaleza del suicidio, sobre si es pecado o si es justificable, y en este último caso, en qué circunstancias se puede cometer.
Represión
Con los siglos se ha ido formando una actitud que condena severamente el suicidio. San Agustín (354-430) lo calificó de “pecado mayor que ningún otro que se pudiera evitar al cometerlo”. No hay circunstancias atenuantes, porque viola el sexto mandamiento, usurpa la función del Estado y de la Iglesia, y evita el sufrimiento que ha sido ordenado por Dios. Según el cristianismo medieval, el alma de un suicida se condena al infierno por toda la eternidad. Dante (1265-1321) describió esas almas como encajadas en árboles espinosos y marchitos, de las que se alimentaban las arpías, que les causaban heridas arrancándoles lamentos y gritos de dolor.
H.G. Morgan sostiene que “en la Edad Media se imponían castigos después de un suicidio: la degradación del cadáver arrastrándolo por las calles cabeza abajo en una narria, a lo que seguía su inhumación en tierra no sagrada". Esto se hacía frecuentemente en un cruce de caminos, con una estaca atravesada en el corazón y una piedra en la cabeza. Tenían por objeto inmovilizar el cuerpo para que el espíritu no regresara a dañar o rondar a los vivos. El hecho de que algunos suicidios se producen durante estados mentales insanos, parece haber sido reconocido incluso en los primeros documentos históricos, ya que ocasionalmente el suicida demente era excluido de las sanciones penales, religiosas y civíles.
Los Apologistas
A pesar de la feroz reacción medieval contra el suicidio, en el Renacimiento aparecieron pensadores que desafiaron a la Iglesia. Erasmo (1466-1536), en su Elogio de la locura; sir Tomás Moro (1478-1535) en Utopía; y Montaigne (1533-1592) en sus Ensayos, justificaron el suicidio en circunstancias estrictamente definidas, aunque tuvieron el cuidado de ensalzar ambas partes de la discusión.
En el siglo XVII cobraron impulso los intentos de comprender el suicidio. John Donne (1572-1631), clérigo que actuó con valor y convicción, hizo en su libro póstumo, Biathanatos, la primera defensa del suicidio en Inglaterra, sosteniendo que el poder y la misericordia de Dios son lo bastante grandes para perdonar el pecado de suicidio. Robert Burton (1577-1640), en su Anatomia de la melancolía, condenó el suicidio por “impio y abominable”, originado por una postura pagana y falsa, sin embargo, abogó por una actitud caritativa hacia él y afirmó que Dios juzgaría el asunto. John Sym (1581-1637) , otro clérigo inglés, identificó a los suicidas como enfermos mentales.
Life’s Preservative Against Self Killing (1637) de Sym fue el primer texto ingles específicamente sobre el suicidio. A aquellos que estaban en peligro de suicidarse se les aconsejó evitar la soledad y la oscuridad, no subir a los puentes ni andar por los bordes de lugares empinados y tener cuidado al usar armas. También se daba una lista de señales premonitorias, incluyendo el comportamiento anormal, los monólogos, y “el lenguaje y los actos” de tales personas.
La lucha
El hombre agobiado por la desesperación, por las enfermedades, recibe con cierto alivio la idea de la muerte. Aquí empieza la lucha entre las dos fuerzas que emanan de su ser: la fuerza vital, que se refiere a los instintos que se deslizan de manera certera, irreflexivamente y sin previo aprendizaje; y al otro extremo la fuerza poética, que surge de la meditación, de la reflexión de sopesar motivos. La una es natural, la otra se adquiere. Y en esta cadena, cuyos polos ya conocemos, nuestra libertad es cuestionada.
La idea de la muerte que se presenta a la persona dispuesta al suicidio como algo liberador, como una posibilidad de terminar de modo rotundo con los sufrimientos, ha calificado al suicida como cobarde, pues aunque con su acto destructivo acorte sus padecimientos, hereda a la sociedad una carga material y psicológica y establece un ejemplo no deseable.
Y es aqui donde es necesaria la siguiente pregunta: ¿Son realmente cobardes los suicidas, éstas almas atormentadas, o es tan sólo la liberación suprema, su culminación maestra, el último parrafo de sus intensas y usurpadas vidas?
La lucha contra el demonio
Aquel a quien el demonio estrecha en su puño, se ve arrancado de la realidad.
Escritores, poetas, épicas figuras, todos ellos comparten extrañas afinidades, todos ellos tienen el mismo trágico fin: el suicidio. Arrancados de su propio ser por una fuerza poderosísima y en cierto modo ultramundana, son arrojados a un calamitoso torbellino de pasión. Terminaron prematuramente su vida con el espíritu destrozado, y un mortal envenenamiento en los sentidos. Todos pasaron por el mundo cual rápido y luminoso meteoro, ajenos a su época, a veces incomprendidos por su generación, para sumergirse después en la misteriosa noche de su misión. Ignoran a dónde van; salen del Infinito para hundirse de nuevo en el Infinito y, al pasar, rozan apenas el mundo material. Domina en ellos un poder superior a su propia voluntad, un poder no humano en el que se sienten aprisionados. Su voluntad no rige (llenos de angustia, lo reconocen ellos mismos en momentos de clarividencia). Son esclavos. Son posesos (en todo el sentido de la palabra) del poder del demonio.
Demonio, demoníaco. Estas palabras han sufrido ya tantas interpretaciones desde su primitivo sentido misticorreligioso en la antigüedad, que se hace necesario revestirlas de una interpretación personal. Llamaré demoníaca a esa inquietud innata, y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacía lo elemental. Es como sí la Naturaleza hubiese dejado una pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa parte quisiera apasionadamente volver al elemento de donde salió: a lo ultra humano, a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo. En la mayoría de las personas, en el hombre medio, esa magnífica y peligrosa levadura del alma es pronto absorbida y agotada; y sobre el alma reina ese poder misterioso que sale del cuerpo, esa fuerza gravitante y fatal. Pero en todo hombre superior, y más especialmente si es de espíritu creador, se encuentra una inquietud que le hace marchar siempre hacia adelante, descontento de su trabajo. Esta inquietud mora en todo «corazón elevado que se atormenta» (Dostoievsky); es como un espíritu inquieto que se extiende sobre el propio ser como un anhelo hacia el Cosmos. Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros intereses personales y nos lleva, llenos de inquietud, hacia interrogaciones peligrosas, lo hemos de agradecer a esa porción demoníaca que todos llevamos dentro. Pero ese demonio interior que nos eleva es una fuerza amiga en tanto que logramos dominarlo; su peligro empieza cuando la tensión que desarrolla se convierte en una hipertensión, en una exaltación; es decir, cuando el alma se precipita dentro del torbellino volcánico del demonio, porque ese demonio no puede alcanzar su propio elemento, que es la inmensidad, sino destruyendo todo lo finito, todo lo terrenal, y así el cuerpo que lo encierra se dilata primero, pero acaba por estallar por la presión interior. Por eso se apodera de los hombres que no saben domarlo a tiempo y llena primero las naturalezas demoníacas de terrible inquietud; después, con sus manos poderosísimas, les arranca la voluntad, y así ellos, arrastrados como un buque sin timón, se precipitan contra los arrecifes de la fatalidad. Siempre es la inquietud el primer síntoma de ese poder del demonio; inquietud en la sangre, inquietud en los nervios, inquietud en el espíritu. (Por eso se llama demonios a esas mujeres fatales que llevan en sí la perdición y la intranquilidad.) Alrededor del poseso sopla siempre un viento peligroso de tormenta, y por encima de él se cierne un siniestro cielo, tempestuoso, trágico, fatal.
Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica. Aunque algunos sucumben a esos abrazos ardientes; se entregan a esa fuerza poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser inundados del licor fecundante, otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a veces ese abrazo de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida. En el artista, esa lucha heroica y grandiosa se hace visible en él y en su obra. Pero es en los que sucumben en esa lucha en quienes podemos ver más claramente los rasgos pasionales de la misma, y principalmente en el tipo del poeta que es arrebatado por el demonio; pues cuando el demonio reina como amo y señor en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte característico: arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte espasmódico que arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el frenesí sagrado.
El primer signo distintivo de ese arte es lo ilimitado, lo superlativo del mismo; un deseo de superación y un impulso hacia la inmensidad, que es adonde quiere llegar el demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde salió. Son como Prometeos que se precipitan llenos de ardor contra las fronteras de la vida, de una vida que, rebelde, rompe los moldes y en el colmo del éxtasis acaba por destruirse a sí misma. En sus ojos brilló la mirada del demonio, y éste habló por sus labios, por sus plumas. Sí, él habla por sus labios dentro de su cuerpo destruido y espíritu apagado. Nunca se ve más claramente al demonio que albergaba en su ser que cuando puede ser atisbado a través de su alma destrozada por el tormento, rota en terrible crispación, y es a través de sus desgarraduras como se ven las oscuras sinuosidades donde se esconde el terrible huésped. De pronto, el terrible poder del demonio que antes estuvo, en cierto modo oculto, se hace visible, y ello sucede precisamente cuando su espíritu sucumbe.
"Todo lo creado por el arte más elevado, no procede del poder humano; está por encima de lo terrenal"
Yo veo, pues, en contraposición al espíritu exaltado, arrastrado fuera de sí mismo por su propia exuberancia, frente al espíritu que no conoce límites, veo, digo, al poeta que es amo de sí mismo y que, con su voluntad humana, sabe domar al demonio interior y lo convierte en una fuerza práctica, eficaz. Pues el poder del demonio -magnífica fuerza creadora- no conoce una dirección determinada, apunta sólo al infinito o al caos de donde procede. Por tanto, es arte grande y elevado, y no inferior en modo alguno al que procede del demonio, así como aquel otro que crea un artista que domina por su voluntad ese misterioso poder, que le da una dirección fija, que lo sujeta a una medida, que «gobierna» en la poesía, y que sabe convertir lo inconmensurable en forma definitiva. Es decir, el poeta que es amo del demonio y no su siervo.
Si la enfermedad puede crear cosas inmortales, ya no es enfermedad, sino que será una fuerza, un exceso de salud, la más alta salud. Y cuando el demonio está al borde extremo de la vida y ya se inclina hacia fuera, hacia lo inaccesible, no deja de ser por ello algo inmanente a lo humano y comprendido dentro del círculo de la naturaleza. Pues hasta la misma naturaleza, ella que desde los principios fija exactamente el plazo durante el que el niño vive en el cuerpo de la madre, también ella, prototipo de lo inexorable de las leyes, conoce esos momentos demoníacos y tiene erupciones, y en sus exuberancias -tormentas, ciclones, cataclismos- pone en peligrosa tensión todas sus fuerzas y lleva hasta el extremo su tendencia a la propia destrucción.
Meteoros de estrella errante, en eterna caída.
"Morir, es dormir... y tal vez soñar"
Hamlet
Hector Gamboa/Escritores suicidas
Stefan Zweig/La lucha contra el demonio
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